Rafa, colaborador de DENAES, nos ha enviado estas impresiones a propósito de su visita a Vich.

La fecha: 27 de enero del corriente.

El marco, incomparable: Plaza Mayor de Vich.
La ocasión, tan histórica como todas y cada una de esa media docena de ocasiones que disfrutamos cuatro veces por semana (fútbol, concursos, elecciones, ‘ocurridos y sucedidos’,..): concurso de perros truferos como colofón al II certamen de truficultura Trufforum.
Nada más salir de la estación ya he empezado a temerme lo peor; casi, casi a olisqueármelo.
Plásticos amarillos en árboles, farolas, señales de tráfico y placas de las calles.
¿Y en los monumentos? Sí, en los monumentos también; más plásticos amarillos en los monumentos; plásticos amarillos y sucedáneos en todo lo que se menea.
Y en lo que no se menea, lo mismo.
Al llegar a Fusimmanya el aquelarre ya era más que evidente.
El casino, la Casa Tolosa, la Casa Moixó, …. todo era una fiesta coronada por una pancarta gigante (¿quizás de 5 m. x 10 m.?) imposible de no ver siquiera por los cegatones a voluntad.
Y el ayuntamiento… ¡ay amigos, el ayuntamiento! cumpliendo con el precepto legal de tener ondeando la bandera de la nación (de su nación) de la forma más ridícula y mezquina posible; a su altura; allá arriba, en lo alto, tras una balaustrada decorada con una pancarta explicativa de semejante proceder.
Todo en un amable alegre, jovial y dicharachecho ambiente gestionado por unas administraciones civiles (aún no la tienen militar) que gestionan y controlan fidelidades inquebrantables y banderas al viento (que decían los clásicos), con poder para dar y para, más importante aún, no dar.
A pleno sol o como en el bolero, bajo el palio sonrosado de la luz crepuscular, con la entusiasta y bien retribuida colaboración de una burguesía, buena parte de la cual es de misa los domingos y fiestas de guardar, que ha sustituido su fe religiosa por esa fe laica y carbonera, si tal cosa fuera posible, de esa nueva religión llamada independentismo.
A esas alturas mis ganas de estar allí eran perfectamente descriptibles;  los perros, sus amos y las trufas había pasado a ocupar en mi escala de interés un discreto y anecdótico tercer o cuarto plano. 
Me he acercado hasta el río y de pasada he saludado a la estatua del Abad Oliba, por supuesto decorada con lazos amarillos, que ni a los suyos respetan; ni al mismo Dios respetarían de pillarle en un descuido (bien distinto sería que el abad luciera un turbante…).
Una vuelta por fuera del casco histórico me ha hecho notar que fuera de él no es nada extraño oír expresarse en  francés (lo he reconocido fácilmente) y en árabe (lo he supuesto por el pelaje de los que lo hablaban).
No sé qué equipo, perro y dueño, ha ganado el campeonato de perros truferos.
Ni he comprado el buen embutido que solía comprar en Fussimanya cuando iba por aquellos lares.
Ni pienso volver a un pueblo que intentando ofender y negar al resto de españoles se ofende y niega a si mismo.
Y dentro de un año, tal día como hoy hará un año.