Un familiar cercano -británico él, pero no inglés- me preguntó no hace mucho, sin sombra de sorna ni pitorreo, por qué Inglaterra continúa ocupando Gibraltar


Tierra de héroes

Por SERAFÍN FANJUL. Catedrático de la UAM

Un familiar cercano -británico él, pero no inglés- me preguntó no hace mucho, sin sombra de sorna ni pitorreo, por qué Inglaterra continúa ocupando Gibraltar. Su pregunta sólo reflejaba perplejidad ingenua ante algo tan insólito como difícil de justificar por ambas partes: con su implacable lógica anglosajona no podía comprender, poniéndose de nuestro lado, que sobreviviera el abuso. Tras meditar un instante hube de responder lo que realmente pienso: si España fuese un país serio ya haría tiempo que nos habríamos olvidado del Tratado de Utrecht, porque sería innecesario acudir a tan retórica escapatoria y Moratinos ni siquiera debería eliminarlo de los temarios, por desaparición del problema. Con gobiernos de derecha o izquierda el mantenimiento de una política sistemática, coherente y firme habría dado resultados. Si auténticos pigmeos militares como Islandia, Dinamarca o Finlandia se las han tenido tiesas -y con éxito- a potencias de primer orden, cuesta trabajo aceptar que nuestro sino consista en tragar el contradiós porque sí, porque lo nuestro es la pachanga, la sonrisa burlona como parapeto y el a mí qué más me da. Desde Carlos III hasta Castiella no se intentó nada concreto para poner las cosas difíciles a los ingleses, o, al menos, caras. Y después, con González, a bombo y platillo, el retorno del Patio de Monipodio, tan sevillano. Y los sucesivos gobiernos silbando, en aras de intereses superiores (¿cuáles y de quién?), ridiculizando el mero recordatorio como anacrónico y desfasado, digno de sonrisas conmiserativas (nadie en el mundo considera anacrónica la paralela reclamación marroquí contra Ceuta y Melilla, aunque sus razones sean mucho menos sólidas). Pero cito Gibraltar como mero síntoma.

Con la venia del Libro de Estilo de ABC, reproduzco -por muy expresiva- una frase de Vargas Llosa en Conversación en la Catedral: «- ¿Cuándo fue que se jodió el Perú, Zavalita?». Y nos aplico la misma pregunta: ¿cuándo nos torcimos? O cuándo se empezaron a encorvar otros españoles, de a poquito, hasta lograr una muy triste figura de jorobeta gozoso y gracioso, ignorante feliz de su desgracia, como ese retrato de Juan Ruiz de Alarcón en el que aparece muy galán, enhiesto como lanza, y que muestran en la mexicana ciudad de Taxco, donde nació. Digámoslo con claridad: la nuestra es una de las sociedades más evasivas y cobardes del planeta. No me refiero a valor individual, que de eso hay como en todas partes y épocas: más o menos y según circunstancias. Más bien aludimos a la decisión colectiva, la capacidad de resistencia ante adversidades o agresiones, a la cohesión y coincidencia de objetivos generales frente a grandes conmociones y conflictos: entre nosotros es inimaginable ni la décima parte del aguante y la disciplina mostrados por los alemanes bajo los bombardeos angloamericanos, por citar un solo ejemplo. La historia del escapismo nacional no comenzó el 14 de marzo de 2004 con los votantes de Rodríguez. De hecho, la sociedad española se fue aproximando y asimilando insensiblemente a las características de la imagen de poca seriedad, inconsistencia y cobardía atribuidas a los italianos no hace tanto tiempo, pero ¿quién se atreve ahora a esgrimir semejante pajita en ojo ajeno, si por acá el valor o el sacrificio se han convertido en antisignos que concitan mofa y menosprecio? La derrota de Bergonzoli en Guadalajara reforzó el estereotipo sobre los italianos y fue por igual festejada, incluso muchos años más tarde de la guerra, por rojos y azules: los españoles habían hecho correr a los italianos. Por supuesto, omito extenderme sobre la carrera, que en realidad no fue tanta, o acerca de la rendición, poco después, de los heroicos gudaris en Santoña ante Gastone Gambara.

En esos terrenos hay mucho de relativo, de contradictorio y hasta de comprensible. Para todos. La furia histérica desatada contra Aznar y su gobierno a raíz de los atentados de Atocha (¡nos habían metido en líos!) encuentra su corolario inevitable y lógico en la inhibición o el encantado aplauso por el estatuto de Cataluña, la rendición ante ETA o los muy negros nubarrones que se ciernen sobre Canarias, Ceuta y Melilla. Un sector numeroso y bien situado, pero puro tocino social e intelectual, reproduce el abandonismo y la indiferencia que tanto facilitaron la pérdida de las Indias continentales primero y de las Antillas más tarde. Cierto que por entonces también hubo Baler, los dos sucesos de El Callao (el de Rodil y el de Méndez Núñez), San Juan de Ulúa, Puerto Cabello, Santiago de Cuba… hitos de abnegación, valentía, obstinación a la desesperada cuando todo estaba perdido, mientras en la península políticos e instituciones andaban enfrascados -como ahora- en más altas misiones: cómo trincar y conservar el menguante poder o las modalidades de negocio que eso les podía reportar.

Es ocioso rememorar las hazañas llevadas a cabo por españoles a lo largo del tiempo. Y no sólo bélicas, también de exploración, población, extensión técnica o civilizatoria en sentido amplio. Citarlas a vuelapluma no vale la pena; tal vez sí leerlas, valorarlas sin complejos ni vanaglorias, conocernos mejor. Pero todo eso es el pasado, o una parte del mismo, porque la pregunta central retorna: ¿por qué nos torcimos? En un libro excelente e inencontrable (España exótica), como es natural publicado en Nuevo México (yo dispongo de un ejemplar, fotocopiado, que me envió un amigo desde México), Jesús Torrecilla expone y argumenta con brillantez su teoría del cambio del carácter español, en especial a partir del siglo XVIII. Se le pueden hacer algunas objeciones, como haberse movido sólo con materiales literarios, o el tragar a pies juntillas el insostenible mudejarismo de Américo Castro, pero en conjunto su obra es mucho más que estimable y debería ser libro de cabecera en facultades de Historia, Sociología, Antropología… Demasiado pedir, cuando se elimina con saña de planes de estudio y temarios diversos cualquier vestigio de proyecto nacional común, de recuerdo de alguna de las cosas buenas que otros españoles hicieron.

El libro de Torrecilla merece un comentario aparte, pero aquí sólo diremos que señala la transmutación de la sociedad hispana (por las crisis económicas, la pérdida de la hegemonía militar, el descrédito final de la Monarquía de los Austrias, etc.) desde la seriedad, el trabajo bien hecho, la sobriedad, la frialdad objetiva y lúcida y el muy excesivo orgullo de ricos y pobres a la bullanga jaranera y pícara, la golfería como norma y la ignorancia como bandera. Y todo ello en tanto que modo de afirmación de la personalidad castiza frente al afrancesamiento de las clases ilustradas en el XVIII: Moratín, Cadalso, Larra y una pléyade de escritores más o menos conocidos avalan con sus textos la muy sugerente tesis de Torrecilla, que completa el panorama con el aplebeyamiento de acomodados y pudientes durante el XIX. Simplificando mucho -y no se me enoje nadie-, se habría sustituido el espíritu castellano por el predominio del estilo de vida andaluza. Insisto: es una reducción del argumento que exige ulteriores comentarios, pero mientras llegan debemos ser conscientes de que los españoles han perdido de vista que el bienestar actual no es maná del cielo, que la paz cuesta cara en varios sentidos y que la repetición de la imagen tópica -en niveles y expresiones muy superestructurales y no más- del valor hispano ya no alcanza para encubrir y enmascarar que el cabezudo se vació de sustancia, de músculos y nervios y de ganas de defenderse. Y cualquier día, un chisgarabís, con o sin ministerio, cambiará hasta el himno de la Infantería española (con perdón por emplear tan subversivo sintagma) y en vez de empezar por «Ardor guerrero vibra en nuestras voces» lo sustituirá por un marchoso y posmoderno «Calidez dialéctica aletea en nuestros labios» que, me reconocerán ustedes, es mucho más acorde con lo que nos ha caído encima.