Parecía imposible, pero una de las cosas que está demostrando esta pandemia es que el nivel de absurdo siempre es mejorable, y la imprudencia de nuestros gobernantes siempre puede ir a más. Y podríamos decir esto por multitud de motivos, cada día nos dan alguno, pero en esta ocasión nos referimos a algo vinculado a las elecciones que se celebrarán en la región catalana el día 14 de febrero. Y es que hasta ese día, durante la campaña electoral, se va a permitir a los perimetralmente confinados habitantes de Cataluña saltarse los diversos confinamientos existentes si es para asistir a mítines políticos. Esto se traducirá en la práctica en que la circulación será libre, que con la excusa no habrá confinamiento ni restricciones sanitarias que valgan y que las agrupaciones o aglomeraciones se incrementarán aún más. Pero por si esto no fuera poco llegamos al colofón del absurdo, a la irrealidad más real posible, y es que todas aquellas personas que sean positivas en el test de Sars-Cov-2, esto es, todas aquellas personas que estén enfermas y se puedan desplazar, así como todos los contactos estrechos de contagiados y todos aquellos casos sospechosos podrán ejercer ese día su derecho a voto presencialmente. Y lo harán mientras esparcen millones de copias del mortal virus allá por donde pasen.
Pero nadie se asuste, porque el Gobierno catalán ha dispuesto unas franjas horarias en las que dichos infectados podrán ir. Unas franjas horarias que en un número muy limitado de personas se van a cumplir, como ocurre con el resto de medidas implementadas durante esta interminable pandemia. A su vez, el Gobierno regional ha llamado a la calma asegurando que se proporcionarán EPIs a todos aquellos que deban estar en las mesas electorales. Unos EPIs que apenas llegan a los hospitales, y si apenas llegan a estos es dudoso que lleguen debidamente a las mesas electorales. Por otra parte, se trata de trajes de protección que no son nada sencillos de poner adecuadamente sin algo de práctica; pero oye, la democracia lo vale y el voto todo lo cura.
Y es que en una situación pandémica fuera de control, con un número de infecciones confirmadas diarias en torno a cuarenta mil y acercándonos ya a los mil muertos diarios, no es exagerado calificar de locura objetiva a esta decisión tomada por los encargados de la organización de las elecciones en esta región española llamada Cataluña. Una locura objetiva que comparten todas las autoridades regionales y nacionales –nacionales de España, hay que aclararlo tratándose de Cataluña– que permiten que tal despropósito vaya a ocurrir el día 14 de febrero de 2021. En otras elecciones regionales como las celebradas en Galicia o en el País Vasco se ha comprobado que a los pocos días el número de infectados creció significativamente. Y ello teniendo en cuenta que en estos dos casos que decimos se prohibió a los enfermos infectados acudir a las urnas y nos encontrábamos con una incidencia acumulada por cada cien mil habitantes muchísimo menor que ahora mismo. Si esto ha ocurrido en esas ocasiones, ¿qué no ocurrirá después de las elecciones en Cataluña si se realizan tal y como está imprudentemente planeado? Por no decir que en esas elecciones anteriores tras las cuales, repetimos, subió el número de contagiados, las muy contagiosas y quizá más letales cepas británica, brasileña y sudafricana, que preocupan mucho a los expertos, no estaban circulando tan alegremente como ahora. Porque esa es otra, el control sanitario en los aeropuertos y demás medios de entrada en el país sigue ausente, las fronteras españolas son un coladero de virus. Hay países que se consideran subdesarrollados o en vías de desarrollo, como algunos africanos, que en este aspecto están realizando una mejor gestión que España.
Pero si todo este despropósito y vergüenza regional y nacional –de España– fuera todavía poco, podemos añadirle otro esperpento democrático. Y no es otro que el hecho de que el ministro de sanidad hasta ahora en el cargo, el señor Salvador Illa, ha abandonado su puesto en el ministerio en plena «tercera ola» para cumplir su legítimo pero no poco ambicioso deseo de presentarse a estas elecciones catalanas, al mando del PSC, para ser el presidente de todos los catalanes, catalanas y catalanos –también de los medio catalanes y medio españoles, de los un cuarto de españoles y tres cuartos de catalanes, y viceversa, también para los sólo catalanes o los sólo españoles, y por supuesto de los un tercio españoles, otro tercio catalanes y otro tercio europeos; que en esto de los sentimientos no hay dueño–.
Todo esto no hace más que reflejar una grave enfermedad nacional, una enfermedad que se traduce en una clase política imprudente –con lo que significa esto políticamente, esto es, el error más grave que se puede cometer pues supone poner en peligro a la población que se gobierna en diversidad de situaciones–, una clase política totalmente desconectada de la realidad, que vive en un mundo paralelo en el que lo único que importa es la realización de sus ambiciones y el juego de cargos. Una clase política que a pesar de sus imprudencias, cuando no directamente ilegalidades, se sabe impune gracias a un estrecho control de los medios de comunicación y hasta de poderes judiciales así como a una población cada vez más aborregada y domesticada. Tal es así que buena parte de esa población les seguirá votando en cuanto tengan la oportunidad, sin dejar matarse por ellos en las redes sociales. En definitiva es una situación que se traduce en una clase política y en millones de votantes enfermos de otro virus, otra pandemia que lleva con nosotros muchos años, y no es otro que el virus del fundamentalismo democrático. Un fundamentalismo que está llevando poco a poco a la disolución nacional en pequeñas democracias cada vez más ridículas, y que lleva a que se puedan poner por encima de la salud pública y de la prudencia política los intereses partidistas e incluso individuales de ciertos políticos que con sus acciones demuestran que no les importa España, que no les importa nada excepto la consecución de sus ambiciones. Que sólo les importa la fiesta de la democracia de la que viven se celebre, aun a costa de nuestras vidas.
Emmanuel Martínez Alcocer