El patriotismo de verdad, el que hace sólida –y solidaria- la vida en una comunidad política, no puede descansar sobre las episódicas convulsiones de la sociedad-espectáculo.
Hace pocas semanas, bajo el efecto electrizante del Mundial de Fútbol, hubo comentaristas que creyeron descubrir en la pasión deportiva un renacer del sentimiento patriótico: “Tantas banderas españolas quieren decir algo”, susurraban. Ahora, ya sin Mundial, las cosas vuelven a su cauce cotidiano, que es el de la precariedad nacional de España. Conviene desconfiar, y mucho, de este tipo de fervorines patrioteros confinados al estadio de fútbol, la plaza de toros o el festival de Eurovisión. Especialmente cuando, como ha ocurrido en el Mundial, esos superficiales sentimientos patrióticos son empleados para obtener lucro económico por personalidades y empresas que, en el día a día y desde hace años, trabajan abiertamente contra la unidad nacional. Pero incluso en el caso de que los promotores del fervorín hubieran sido sinceros patriotas, siempre cabría preguntarse si este es el tipo de patriotismo que España necesita. El patriotismo de verdad, el que hace sólida –y solidaria- la vida en una comunidad política, no puede descansar sobre las episódicas convulsiones de la sociedad-espectáculo. Tiene que ser una conciencia viva y permanente de los ciudadanos y de las elites. En España, una asignatura pendiente.