Apenas trescientas sesenta palabras han valido para dar un nuevo puntapié en el bajo vientre de la nación española. El avieso comunicado de la banda terrorista ETA, leído por el sanguinario Josu Ternera, huido de la justicia desde 2002, dice dar «por concluidos el ciclo histórico y la función de la Organización». No es preciso ser un sagaz analista político para percatarse de la importancia que tiene el término «ciclo» en dicho Comunicado. Hasta en tres ocasiones aparece, denotando que no se habla tanto de una disolución, o de un final, como de una fase que concluye dentro de un proceso de mayor alcance que pretende seguir adelante.
Sin solución de continuidad. El objeto último de ETA nunca ha sido otro que la autodeterminación del País Vasco y la anexión de Navarra y las «provincias francesas», lo que en la práctica supondría la demolición de España. A tal efecto, ETA diseñó en su origen una estrategia que ha tenido la siniestra capacidad de ir adaptándose con el tiempo a las distintas coyunturas políticas, acomodando bien sus intereses y fines a las circunstancias, con la anuencia de los distintos gobiernos de la nación. Ahora esas circunstancias parecen recomendar el cese de la «violencia política», de la lucha armada, pero el objetivo último permanece invariable: «los y las exmilitantes de ETA continuarán con la lucha por una Euskal Herria reunificada, independiente, socialista, euskaldun y no patriarcal».
Se mantiene también el delirante discurso inherente a la secta separatista, tan falso como repugnantemente supremacista. El propio comunicado informa de la existencia de «un pueblo vivo que quiere ser dueño de su futuro, gracias al trabajo realizado en distintos ámbitos y la lucha de diferentes generaciones». Repite asimismo la consabida fórmula de la «resolución integral del conflicto»; ése que por lo visto ha enfrentado siempre a vascos y españoles. Y es en ese mismo sentido que ETA sigue hablando en nombre del «Pueblo Vasco», como si existiera realmente tal entidad política por sí misma, al margen de cualquier determinación histórica que la ligue y la entrevere sin remedio con la nación española. Pero tan palmaria es esa ligazón que el relato separatista se ve obligado a recurrir con obstinación al desbarre de explicar los vínculos del País Vasco con España como las relaciones entre un pueblo ocupado y sojuzgado y el Estado que lo oprime; cuando lo cierto es que los vascos, como el resto de pueblos de la Península, se integraron plenamente en el proceso histórico de constitución de la sociedad política que se denominaría España.
Sin perjuicio de lo dicho, la verdadero peligro radica en los receptores del comunicado; particularmente en quienes recae la responsabilidad de salvaguardar la integridad y continuidad de la nación española. La indolencia del Presidente, su falta de convencimiento y rotundidad, la «sensibilidad» con que algunos esperan que responda políticamente al Comunicado, hiede a contubernio, apesta a humillante apaño hecho con escaso disimulo —con esa «discreción» a la que alude Patxi López al hablar del acercamiento de presos—.
Es muy probable que a este proceso abyecto, cuya única lógica es ir estrangulando y debilitando España hasta lograr el objetivo último del nacionalismo, se sumen los habituales tentáculos mediáticos. En ciernes, acaso una campaña escalonada y sibilina de enjuague del terror en algunas televisiones, adornada con la pomposidad retórica que confiere el uso pertinaz de palabras como paz, libertad, diálogo, reconciliación, perdón, convivencia, etc. Una constelación de ideas confusas que no expresan nada, salvo una voluntad maniquea de hostigar a la mayoría que se resiste a aplaudir sin más el cese de una actividad criminal que ha segado cientos de vidas de manera sangrienta y despiadada. Una voluntad en la que, por lo demás, convergen una serie de intereses espurios que tienen como denominador común aborrecer la nación. Ésta habrá de ser, si la incomparecencia del Gobierno persiste y la maquinaria infecta de la barahúnda mediática se pone en marcha, un baluarte de España.
No será tarea fácil desembarazarse del constante influjo de los medios de comunicación, ni tampoco distinguirse de la turba, hoy abandonada a la inmediatez irreflexiva e inopinada de las redes sociales; ocupada en enmendar a los jueces dictando a voces sentencias populares y dispuesta a silenciar otros ataques en manada, como el de Alsasua. Por definición, la turba se caracteriza por la confusión y el desorden, de modo que si se impone sería el sujeto idóneo para escribir esas «cuatro o cinco líneas en los libros de historia» que para Urkullu acabará siendo ETA.
Francisco Javier Fernández Curtiella