Esta degeneración no es privativa de la izquierda o de la derecha, sino que es el sistema político en su conjunto el que empieza a acusar esta disgregadora tendencia.


Hay algo más hondo y menos visible que los ruidosos separatismos catalán y vasco; algo más soterrado, menos agresivo, pero también muy peligroso. Hablamos de ese particularismo ombliguista y alicorto que se va extendiendo un poco por todas partes, esas política de campanario –la fórmula no es de ahora– que lleva ya unos cuantos años proliferando al calor de los jugosos presupuestos autonómicos.

Hemos visto ejemplos de ese ombliguismo en Galicia, en Andalucía, en Valencia, en Baleares: comunidades donde nadie podría dudar del sentimiento inequívocamente español de la gran mayoría de los ciudadanos, pero donde las clases políticas locales han comenzado a comportarse como si el mundo terminara y empezara en las líneas –tantas veces artificiales– de su demarcación regional. Esas cosas se van notando, primero, en el escamoteo de la bandera nacional, suprimida como de tapadillo; después, en tales o cuales frivolidades estatutarias, siempre so pretexto de un mejor servicio al ciudadano. Y así lo que va naciendo es un país cada vez más roto, como en un mosaico de taifas regido por una suerte de caciquismo democrático.

Ojo al asunto, porque esta degeneración no es privativa de la izquierda o de la derecha, sino que es el sistema político en su conjunto el que empieza a acusar esta disgregadora tendencia. El remedio también tiene que ser general.