Dos jornadas luctuosas para la soberanía española. Dos jornadas de oprobio que acabaron con Pedro Sánchez como presidente del Gobierno y que dan inicio a un periodo de enorme incertidumbre, tanto por su duración como por sus consecuencias. El asalto final de Sánchez a la presidencia, so pretexto de la intolerable corrupción del Partido Popular, se produjo tras un indecente chalaneo entre bambalinas que atrajo la complicidad sibilina de toda la caterva de antisistemas y populistas del Congreso, así como de lo más repugnante del nacionalismo supremacista y racista que nos acecha. Sus alocuciones en el hemiciclo rezumaron una mezcolanza irritante de maniqueísmo y distorsión de la realidad, cuando no de franca aversión a España, que auguran un baldón de ignominia para la nación española. Al respecto, dos breves comentarios sobre los dos principales artífices del bochorno.
Sobre el que se va. Tiene lo que merece por su estulticia, su indolencia y su corrupción. Por su estulticia, porque en seis años y medio ha perdido el gobierno en seis comunidades autónomas y en gran parte de los consistorios españoles más importantes, y ha malogrado casi tres millones de votos y cuarenta y nueve escaños. Por su indolencia, porque no ha mostrado voluntad alguna ni para mantener la cohesión de su partido con arreglo a unos principios, ni para defender con claridad y firmeza unos determinados postulados políticos. Pero sobre todo, por su corrupción. Una corrupción que, contra la opinión mayoritaria, resulta mucho más nociva que la que hoy se dirime en los tribunales de justicia y se vocifera en los medios de comunicación afectos al progresismo de pamplina y embeleco. Una corrupción, sinónima de degeneración, que es mucho más dañina porque conlleva siempre descomposición. De tal naturaleza fue la senda de corrupción que tomó Mariano Rajoy al dar continuidad a las políticas de Zapatero, al permitir que el brazo político de ETA siguiera en las instituciones paciendo en el presupuesto público, atropellando libertades por doquier y propagando el odio a España, o al aceptar la resolución del Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH) y derogar la doctrina Parot.
Una corrupción contumaz que durante años ha financiado con dadivosidad al nacionalismo catalán; que ha sido incapaz de hacer cumplir las sentencias de los tribunales y garantizar una educación en español en Cataluña; que ha permitido la existencia de toda suerte de «embajadas», entidades y asociaciones dedicadas en exclusiva a socavar el prestigio de España; que ha consentido una televisión pública que ha funcionado como vía para la difamación y la injuria y como altavoz del golpismo; que ha permitido la celebración de dos referendos ilegales de secesión anunciados a bombo y platillo; que ha renunciado a defender los intereses de España en Europa; o que no ha querido responder al golpe de Estado con una aplicación severa del artículo 155 de nuestra Constitución, dejando en la estacada a los compatriotas catalanes que contra viento y marea hacen frente a diario al nacionalismo. Una corrupción, en definitiva, que implica un peligroso proceso de descomposición nacional. ¡Bien está si ahora paga cara esta corrupción!
Y sobre el que llega. El engolado Pedro Sánchez, aupado contra todo pronóstico a la secretaría general de un partido no menos corrupto que el que estaba en el gobierno, ganó su moción de censura. Y lo hizo de la mano del sectarismo de Podemos, azote frenético de la derecha, y de una constelación abyecta de partidos nacionalistas que atesora la dudosa honradez del «tres per cent», el parasitismo de batzoki del PNV, el racismo de Quim Torra o el filo-terrorismo de EH Bildu. A tenor de las declaraciones del flamante Presidente tras su épica gesta parlamentaria, por fin vuelve a España el genuino diálogo; esa borrosa idea que se ha convertido en morada del fundamentalismo democrático, refugio del intelectual al uso y cobijo de todo lo políticamente correcto. Parece que a partir de ahora lo primordial será dialogar, siempre dialogar; como si el diálogo fuera condición suficiente para la prosperidad, el adelanto o la perfección de cualquier asunto. Ha llegado pues el feliz momento de «restablecer los puentes rotos» y «sentar las bases para iniciar el diálogo», por ejemplo «entre el Gobierno de España y el nuevo Govern de la Generalitat».
Igual que Víctor Frankenstein, el joven estudiante suizo de medicina, el preclaro Sánchez ha creado a retazos un monstruo que inexorablemente, como en la celebérrima obra de Mary Shelley, se volverá en su contra. Su éxito empezará a ser su condena cuando se vea forzado a ir «dialogando» para cumplir lo prometido a quienes lo han llevado hasta la Moncloa. A las pocas horas de prometer su cargo ya se han empezado a escuchar exigencias —las primeras, como no podía ser de otro modo, las de la Generalidad golpista—, que con mucha probabilidad se irán extendiendo progresivamente entre los colectivos de todo pelaje con los que tiene obligaciones contraídas; desde los pensionistas a los sindicatos subvencionados, pasando por estudiantes, inmigrantes, ecologistas, feministas, antifranquistas retrospectivos, okupas, anticapitalistas, etc. Tal vez acabe Sánchez arrepintiéndose de haber creado su engendro y haber prometido ante un facsímil de la Constitución algo muy superior; igual que le sucedió a Frankenstein en su lecho de muerte: «en un ataque de loco entusiasmo creé una criatura racional, y tenía para con él el deber de asegurarle toda la felicidad y bienestar que me fuera posible darle. Esta era mi obligación, pero había otra superior. Mis obligaciones para con mis semejantes debían tener prioridad, puesto que suponían una mayor proporción de felicidad o desgracia». ¡Bien estaría si así fuera que las urnas se lo hicieran pagar caro!
Francisco Javier Fernández Curtiella. Doctor en Filosofía