El Gobierno ha roto el marco autonómico con el estatuto catalán y ahora empezamos a ver cómo se rompe también la relación pacífica entre los partidos.


Los sucesos del martes en Cataluña son gravísimos, tanto por los hechos en sí –la agresión a representantes de un partido político- como, sobre todo, por la circunstancia de que los agresores pertenezcan al partido gobernante en España y en Cataluña. Digámoslo claro: esos sucesos son indicio de que la nación empieza a romperse, si no se ha roto ya.

La España moderna ha arrastrado una cierta serie de problemas endémicos. La pugna radical entre ideologías políticas era uno de ellos. Otro, los intentos de ruptura separatista. El Sistema de 1978, con todos sus defectos, había conseguido normalizar en importante grado estos lastres históricos. La alternancia pacífica en el poder y, todo sea dicho, también la prosperidad, con su acreditado efecto desmovilizador, habían reducido mucho la temperatura de la pugna ideológica. Respecto a los separatismos, el Estado de las Autonomías debía servir de cauce para las reivindicaciones más razonables. Pero el Gobierno ha roto el marco autonómico con el estatuto catalán y ahora empezamos a ver cómo se rompe también la relación pacífica entre los partidos.

Esto no pinta bien. Es preciso llamar a la sensatez de todos y, en particular, de quienes poseen los resortes del poder. La nación se está rompiendo. Una vez más.