La reciente reaparición de la banda terrorista ETA para anunciar su propia disolución debería ser razón suficiente para desconfiar de dicho anuncio y de las intenciones que alberga. ¿Se puede confiar en un comunicado repleto de los eufemismos más cínicos? ¿Se puede acaso confiar en un mensaje en el que los terroristas se erigen en soberanos de su propio futuro y en el que tampoco hay palabras de perdón sincero por todo el daño y sufrimiento causado? La declaración habla de concluir un “ciclo histórico” pero también de continuar la “lucha” con la “responsabilidad y honestidad de siempre”.
Si creyésemos puerilmente en la versión difundida por los grandes medios, la disolución de la ETA sería la consecuencia final de su derrota por parte del Estado. El embuste de la versión de la derrota de ETA reside en el hecho de que ETA no se ha disuelto porque haya sido derrotada sino porque al nacionalismo vasco, no sólo el abertzale, ya no le interesa hacer política con la violencia de ETA. Después de varias décadas de terror, el nacionalismo vasco ha rentabilizado finalmente los crímenes perpetrados a través de ETA. Tras las innumerables y sistemáticas concesiones de la pusilánime casta política de Moncloa y del Parlamento, el nacionalismo vasco ha conseguido introducir y mimetizar a los terroristas y filoterroristas en las instituciones vascas y financiarlos con recursos públicos. Por ello, se entiende a la perfección esta declaración de ETA cuando se refiere al significado de su autodisolución: “ETA surgió de este pueblo y ahora se disuelve en él”. En definitiva, ETA se disuelve porque ya está dentro de las instituciones, porque su violencia ha surtido efecto como medio de hacer política.
A cualquier persona de bien le hubiera gustado conocer el fin de ETA de otra manera. Nos hubiera gustado ver confirmada su verdadera derrota no por un comunicado de la propia organización criminal sino porque ha sido efectivamente destruida por la acción de la justicia y fiscalía, sin concesiones de ningún tipo, ni humillaciones a las víctimas. Debería haber sido el Poder Ejecutivo el que hubiera anunciado y celebrado públicamente la derrota de ETA, tras la detención de su cúpula, comenzando por Josu Ternera, la captura de los últimos integrantes y la extradición de sus miembros fugados de la justicia, procediendo a su desmantelamiento real, desarme forzoso e incautación de su patrimonio evadido en paraísos fiscales. Lo que tenemos estos días es justo todo lo contrario. Observamos a casi toda la clase política dando pábulo al mensaje de unos asesinos y a la postre, otorgando credibilidad a su mentira y legitimando, en consecuencia, un discurso tramposo.
ETA no se ha disuelto ni ha sido derrotada. La serpiente está más viva que nunca, porque ahora repta en las instituciones a través de sus marcas políticas y se financia con dinero público. Todo ello gracias al veneno con el que ha estado infectando a la sociedad durante tantísimo tiempo. Su falsa disolución constituye tan sólo la última escenificación del guion con el que se ha gestionado toda la negociación desde el gobierno central en los últimos años, ya fuera con el partido socialista o el partido popular en el poder, artífices ambos de esta farsa y cómplices del poder chantajista que ahora detenta el nacionalismo vasco.
La triste verdad de la autodisolución de ETA es que su propia existencia carece de sentido cuando sus objetivos políticos ya los ha alcanzado de facto. ETA ya no necesita matar porque su gente, sus inductores, cómplices y amigos disfrutan de la moqueta palaciega. Esa moqueta manchada de la sangre de sus víctimas, a las que siguen vejando cada vez que pueden, con total impunidad debido a la inacción de las autoridades y a la pérdida de la soberanía judicial por parte del Estado en el ámbito internacional. Si ETA ha accedido a escenificar esta parte del guion pactado con la partitocracia estatal es porque el precio pagado por el Estado ha sido muy alto. Y este precio no sólo se ha cobrado con los 864 asesinados y 15000 heridos tras los 3500 atentados perpetrados por la banda criminal. Unos terroristas no harían algo así ahora si no fueran a recibir más por esta vía “pacífica” de lo que obtendrían mediante la violencia, matando inocentes y cobrando impuestos revolucionarios.
Cabe pues esperar lo peor a este respecto. No tardaremos en comenzar a darnos cuenta del carísimo precio de esta nueva traición de nuestra casta política en connivencia con el nacionalismo y separatismo vasco. Posiblemente se diferirá el pago de dicho precio algún tiempo, para que la perfidia no parezca tan abyecta y grotesca como efectivamente es. Lo más factible es que asistamos a un escenario en el que la partitocracia vaya dosificando las nuevas concesiones del Estado al nacionalismo vasco, tanto en materia de política penitenciaria (más excarcelaciones y acercamientos de presos), como en la inaplicación de la Constitución y del Código Penal en el País Vasco, consintiendo el enaltecimiento y homenajes a etarras, tolerando la retirada de los símbolos nacionales oficiales en sitios y actos públicos, y lo que resulta más ignominioso aún, la paralización de la acción judicial y de la fiscalía para proseguir con la investigación de los 379 atentados de ETA que quedan pendientes de esclarecer. Todo ello regado con más dinero público y privilegios financieros y tributarios desde los presupuestos generales del Estado, como en efecto consigue tradicionalmente el PNV a cambio de comerciar con sus escaños en el Parlamento.
Por supuesto, tampoco cabe esperar que la casta política exija de algún modo a los terroristas una efectiva reparación material de los daños causados en estos 60 años de criminalidad organizada. Tampoco que exijan por alguna otra vía la devolución de todo lo robado en sus extorsiones y secuestros. Y por supuesto, tampoco cabe esperar a estas alturas que se les exija, junto al resto de sus adláteres nacionalistas, que renuncien a los principios de su ideología totalitaria y xenófoba, que es el germen de sus atávicas pulsiones liberticidas y antidemocráticas, y que se concreta en la construcción de Eukal Herria, ese país imaginario con el que tratan de sublimar su odio y barbarie.
La falsa disolución de ETA no es sino la legitimación de una situación de hecho provocada y consumada por la traición sistemática de nuestra actual casta política, que para mantener sus aviesos intereses coyunturales ha renunciado a que el Estado haga prevalecer la justicia y el respeto a la ley para garantizar la unidad y el orden constitucional en todo su territorio. La falsa derrota de ETA no es sino la metamorfosis de la víbora en actor político de pleno derecho dentro de las instituciones, el triunfo de su veneno en nombre de una paz sin justicia, sin memoria y sin arrepentimiento, con la complicidad de una clase partitocrática que mediante esta escenificación pone el broche de oro final a la última de sus felonías.
Pablo Sanz, profesor de Derecho