Por parte de un sector de profesionales de la izquierda política, se ha dado en denostar al sistema liberal, tachándolo de favorecer únicamente a las clases acomodadas y han inventado una nueva palabra descalificadora de esta ideología. Ahora la llaman despectivamente: «neoliberalismo».
Este error conceptual que va calando cada vez más en las conciencias ciudadanas, a base de repetir un millón de veces una mentira, hasta querer convertirla en verdad, se desmonta fácilmente porque los hechos son tercos, explícitos y elocuentes. El sistema liberal a lo largo de la historia ha sido el más potente motor de la economía, del bienestar y de la riqueza de las naciones, como aseguraba el protoeconomista inglés David Ricardo. De hecho en los países liberales como Inglaterra y Holanda e incluso los Estados Unidos, ya desde el siglo XVIII, florecieron la industria y la riqueza mucho antes que en el resto del mundo. Y tenemos ejemplos bien recientes de lo que pasó y todavía pasa en Naciones en que las que la planificación, el control estatal y la falta de libertades llevaron a sus ciudadanos a la más absoluta miseria.
Por eso una verdadera democracia tiene que estar íntimamente asociada al liberalismo. Un filósofo actual, Gustavo Bueno, asegura que si no hay liberalismo, si no hay mercado libre, tampoco hay democracia y, a mayor abundamiento quiero también citar una frase de Ortega que literalmente dice: «no hay tiranía mayor que la difusa del demos (o sea, el pueblo)». Esto nos lleva a la certidumbre de que lo importante no es la masa, sino el individuo. Tampoco son las elecciones por sí mismas lo más importante, sino que en ellas se realice la libre y auténtica representación de la voluntad popular. Para ello, las listas cerradas, bloqueadas y establecidas por las cúpulas de los partidos políticos, no solamente prostituyen la esencia de la voluntad del pueblo, sino que la democracia se ve encerrada en las manos de unas pocas personas que tienen el poder de designar a los candidatos a representantes de la Nación.
Tampoco hay democracia donde los poderes del Estado no están separados, contrapesándose unos a otros. Y aunque un representante del poder, ya hace tiempo, haya hecho la gracieta de decir la barbaridad de que Montesquieu, propulsor de la doctrina de separación de poderes, murió hace muchos años, ni sus ideas ni las de Locke, Hume y otros teóricos han dejado de estar vigentes en el estudio de la Ciencia Política y quien niegue esto contribuye a corromper la verdadera esencia del sistema.
Así pues, quien es profundamente liberal, antepone dicha esencia política a las conveniencias de los sectores que ejercen el poder, porque, como dijo Lord Acton hace más de cien años: «El ejercicio del poder corrompe y el ejercicio del poder absoluto, corrompe absolutamente».
Por lo tanto resulta esencial que los poderes ejecutivo, legislativo y judicial sean independientes, es la garantía más pura de que el gobierno de la Nación sea imparcial y justo y de que el abuso de cualquiera de ellos sea inmediatamente corregido por la puesta en marcha de los mecanismos que los otros dos tienen para evitarlo.
Desgraciadamente en España cuando depositamos nuestro voto en las urnas, elegimos lo que nos mandan y de un solo golpe dejamos las manos libres a los profesionales de la política para que ejerzan un poder que, en demasiadas ocasiones y desgraciadamente, cae en la corrupción y en el descrédito.
Y si esto por sí mismo fuera poco, los pactos postelectorales consiguen con frecuencia que los perdedores de las elecciones sean quienes se alcen con el poder que además se fragmenta en grupos o grupúsculos antisistema, de los que en la actualidad tenemos unos abundantes ejemplos, con dirigentes que tienen «ocurrencias» tales como que los estudiantes se dediquen a barrer las calles o que las madres y padres de los niños de la escuela, se dediquen a servir y cocinar en los comedores escolares.
También es lamentable que cuando llegan al poder algunos de estos grupúsculos, toda su acción política se concentre en cambiar los nombres de las calles, sustituir, retratos y símbolos, en vez de dedicarse a fomentar el empleo y dar facilidades a las empresas para su crecimiento, porque (a ver si lo entendemos de una vez) no son los gobiernos, ya municipales, autonómicos o nacionales quienes crean la riqueza, sino las fuerzas productivas de la sociedad.
Por eso creo que el ejercicio de las libertades no puede ser constreñido por ideas trasnochadas de controles desde el poder, sino todo lo contrario. Porque a mayores cuotas de libertad individual, habrá un mayor bienestar y una mayor prosperidad tanto económica como social. Por eso los controles deben de ser sistemáticos y para evitar los abusos de los políticos. Para ello no hay otra alternativa que cambiar el sistema electoral y la filosofía constitucional, porque con indignados en las calles, con escraches, y con acosos violentos a los partidos gobernantes, no se arregla nada. El arreglo tiene que venir de la esencia misma del sistema y, por desgracia, como dejamos dicho, a nuestro tinglado político aún le faltan muchos escalones para llegar a ser una verdadera y genuina democracia liberal.