Es una realidad incontestable que para practicar y hacer funcionar el arte de gobernar, si es que el Estado en el que se lleva a cabo tan noble tarea tiene como objetivo perseverar en el ser, hay que tomar decisiones y emprender acciones que dejan la ética en entredicho. Huelga decir que no se puede negar la ética, pues de tal modo cualquier Estado sería una realidad imposible. Simplemente hay admitir que gobernar es hacer política.
Las normas éticas prescriben dar auxilio, sanidad y alojo a todo ser humano en situación de necesidad que, para el caso que vamos a ocuparnos, atraviese las fronteras de nuestro Estado. La política, en cambio, que tiene como fin la eutaxia del Estado (y esto implica necesariamente la dialéctica, y por consiguiente, el conflicto con otros Estados), procura limitar el número de inmigrantes que traspasen los lindes de la piel del toro. Por esto, y por otras cosas, las normas políticas entran muchas veces en contradicción y conflicto con las normas éticas.
El ejemplo más notorio de este conflicto ético-político es el de la inmigración ilegal masiva; concretamente la que accede al continente europeo a través del Mediterráneo central, una vez bloqueada la entrada del Mediterráneo oriental mediante el acuerdo con Turquía para frenar el éxodo de las víctimas de la guerra de Siria y las negociaciones entre España y Marruecos para impedir la llegada masiva de inmigrantes ilegales provenientes del África subsahariana.
La entrada del Mediterráneo central, cuyo puerto principal es la destruida Libia del Coronel Gadafi, un aliado extravagante de Occidente que proporcionaba información sobre terrorismo e inmigración ilegal, se está convirtiendo en un verdadero quebradero de cabeza para Italia; dicha situación, como es lógico, afecta a España y al resto de Europa, pudiendo acarrear futuros desbarajustes de impredecible alcance y difícil remedio. No sabemos si, a la larga, esta llegada masiva de inmigrantes, si es que llega a consumarse de una manera rotunda, tendrá la suficiente potencia como para poder llegar a reestructurar el mapa político de Europa y si las naciones políticas actuales serán capaces de resistir tal y como las conocemos.
Nuestros políticos, a juzgar por sus declaraciones públicas (otra cosa es lo que piensen en privado), parece que tienen serias dificultades a la hora de distinguir entre ética, moral y política. Y ni que decir tiene la supina ignorancia de la que son presos en lo referente a la historia del país que pretenden gobernar. Posiblemente estemos ante la clase política con menos talento de nuestra historia; hombres y mujeres imprudentes y cuanto menos corruptos tanto en lo delictivo como en lo no delictivo. Como decía Gustavo Bueno, la democracia realmente existente hiede. La corrupción ideológica sería testimonio de ello, pero no el único.
Y con todo, observamos que la falta de criterio (ya no exigimos algo tan caro como la brillantez y el ingenio) no es algo exclusivo de la clase política española, pues también hay que incluir a buena parte de la casta política que conforma esa cosa -que cada día se está haciendo más nebulosa, oscura y confusa- llamada Unión Europea. Una unión que nunca ha sido efectiva más allá de las apariencias, la imaginación y las buenas intenciones de los euroburócratas entregados a la Causa. Y ya se sabe que tales intenciones las carga el diablo y que además empiedran el camino del infierno, en donde suelen acabar todos los fundamentalismos. Si es que realmente son buenas intenciones y no intenciones que vendrían a corresponderse con acciones que vendrían a ser sinónimo de lucro. La unión de la Unión Europea es sólo una unión retórica y de papel. Y es ahora, a estas alturas del siglo XXI, cuando se ve cada día con más relieves el fraude en el que, en su momento, nuestros políticos procuraron meternos; eso sí: con la aquiescencia de la ciudadanía española.
Y este mea culpa hay que reconocerlo; porque no sólo los euroburócratas fundamentalistas volcados en la Causa son culpables: también lo hemos sido los ciudadanos de España al no comprender que tal nación siempre ha estado en conflicto -en ocasiones velado, en ocasiones abierto-con los principales países que conforman esa biocenosis que ha venido a ser Europa; la cual nunca ha sido, y por lo que se ve nunca será, una unidad política con capacidades de llevar a cabo una acción geopolítica de notable repercusión y que haga temblar las otras tectónicas continentales. Europa, en todo caso, como supo ver Bismarck, sólo es una unidad geográfica. Y la política de inmigración es buena muestra de lo que decimos.
Algunos de nuestros políticos, muy dispuestos a llenarse la boca con demagogias sobre la inmigración, se han puesto a vivir como millonarios en inmensos chalets y casoplones en cuanto han tenido la oportunidad que les ha brindado el hecho de vivir en el mundo de la casta de la política y de la política de la casta, de la que tanto despotricaban. Igual que un famoso actor hollywoodiense que se subió dos horas al barco de la ONG Proactiva Open Arms y que al bajarse se volvió a subir a su tren de vida. Hipócritas que le hacen el juego a las mafias que trafican con personas desesperadas y realmente necesitadas, gente que además se juega la vida; porque estos capos trafican con sus cuerpos humanos como negreros que son. Mafias que se camuflan a través de las ONG sin ánimo de lucro, pero que en rigor son organizaciones sinónimo de lucro: porque éstos son los piratas del siglo XXI.
Piratas y negreros que nos recuerdan a la depredación del Imperio Británico, todavía vivo en el sistema financiero. No sería excesivamente conspiranoico, o tal vez sí, afirmar que algunos de esos financieros de la City no sean del todo ajenos a la determinación de algunos sucesos del tráfico de personas en el Mediterráneo. También se habla de George Soros. Y hay rumores de que el susodicho es testaferro de la Casa Rothschild, que en términos financieros es el Imperio Británico. Pero todo esto es especulación o directamente conspiranoia.
Estos piratas y negreros a la larga pueden convertir a los países europeos continentales (God save the queen) en un lugar inseguro y conflictivo, en el que la convivencia podría conjugarse con la delincuencia, y con las dificultades de vivir en tales condiciones día a día. Y no lo decimos sólo por los inmigrantes, sino también por los autóctonos de cada país, pues al incrementarse la pobreza aumenta la delincuencia. Lo cual compromete a la propia convivencia y, a la larga, a la eutaxia de cualquier Estado.
En España, lejos de poner medidas a tales dificultades, que en el futuro podrían multiplicarse, parece que nuestros políticos tienden a ponerse estupendos y a llenarse la boca con humanismos y a pontificar en el nombre de la ética (aunque está por ver que es lo que realmente piensan detrás de las cámaras, y cuáles son los arcana imperii). Pero el flujo de tal cantidad de inmigrantes puede resultar, a nivel geopolítico y de aquí a unas décadas, un caos del que se beneficiarían terceras potencias como Estados Unidos, China, Rusia y la India. Y quién sabe si también a los lobos financieros del Imperio Británico después del Brexit.
Daniel López. Doctor en Filosofía.