Una vez más, la educación se convierte en un ámbito de la acción política propicio para la incursión ideológica; un espacio idóneo en el que insuflar el aire limpio y fresco procedente de la izquierda. El problema surge al constatar que tal procedencia, supuestamente unitaria, imperecedera e inalterable, es tan solo una ficción política; la emanación de un subjetivismo que considera que su propia concepción de lo que es izquierda deviene enteramente homologable a la izquierda «en general». Más allá de la pura retórica propagandística, no hay razones sólidas para sostener que existe una izquierda unívoca o uniforme, sino varias corrientes de izquierda irreductibles entre sí y en permanente conflictividad (véase El mito de la izquierda, Gustavo Bueno). Sin embargo, el común de los políticos ignora esta distinción entre izquierdas o no repara en ella, soslayando por tanto la falta de concordancia y empecinándose en amalgamar medidas políticas a las que poner el sello «de izquierda», a modo de denominación de origen de plena confianza para el consumidor progre. Los hechos se desprecian y la realidad queda marginada; poco pueden significar ya ante un dogma mayoritariamente acatado.
Cuando este sello se pretende estampar sobre la educación, aparece la ministra de turno transformando soflamas y consignas en propuestas políticas efectivas. El discurso de Isabel Celaá suena familiar y empieza con una defensa encendida de la escuela pública, «eje vertebrador del sistema», que ha de plasmarse en la derogación del artículo 109.2 de la LOMCE, a fin de evitar con ello que «la escuela pública pueda considerarse subsidiaria de la concertada». Dicho artículo toma en consideración para la programación de la oferta de plazas escolares la «demanda social» existente, siendo así que la premisa de la ministra de hacer que la concertada sea sólo «complementaria de las necesidades de escolarización» pretende anteponerse —además de al «principio de economía y eficiencia en el uso de los recursos públicos» que prevé la misma Ley— a lo que demanden los ciudadanos, que es tanto como cercenar «los derechos individuales de alumnos y alumnas, padres, madres y tutores legales» (artículo 109.1). Parece que en este punto no le conviene enarbolar la bandera de la «libertad».
Dentro del paquete de propuestas de Isabel Celaá, la asignatura de Religión vuelve a ser un buen tema sobre el que poner ese genuino sello «de izquierda». Ésta dejará de ser «computable con efectos académicos» y no habrá alternativa en forma de «asignatura espejo», dado que la nueva asignatura Valores Éticos y Cívicos pasará a ser obligatoria. Sería pertinente preguntarse ante todo qué entienden Celaá y colaboradores por «valores», por «ética» y por «cívico», aunque es muy probable que su respuesta tomara una posición sustancialista y acrítica respecto de los mismos, desdeñando la dialéctica de los términos, como si éstos pudieran ser tratados de manera neutral, aséptica, sin partir de ninguna parte. Acaso algo similar a lo que ocurrió con la Educación para la ciudadanía de Zapatero.
Era previsible y sucedió. La ministra de Educación aprovechó también su comparecencia para avalar la actual inmersión lingüística en Cataluña, asegurando que se sigue un buen modelo de «cohesión e inmersión lingüística». No obstante, el argumento que dio Celaá resultó confuso, cuando no torticero. Afirmó que, de acuerdo con los datos de las pruebas de acceso a la universidad del año 2017, la competencia en lengua castellana de los alumnos catalanes «es equivalente a la media del Estado». Dichos datos muestran que la nota media de los alumnos de esa comunidad autónoma apenas se situó 0,04 puntos por debajo de la media nacional (un 6,41 frente a un 6,45), de lo que cabría concluir, según Celaá, que éstos «avalan que la comunidad autónoma catalana cumple con la cooficialidad de las lenguas en cuanto al conocimiento de los alumnos». Por más que cause vergüenza, es necesario poner de manifiesto que la conclusión de la ministra —bien alineada con lo que vienen arguyendo los nacionalistas desde hace años— es completamente falaz. En estes sentido, el exhaustivo informe elaborado por Convivencia Cívica Catalana sobre la situación del español en el sistema educativo catalán ha desvelado las claves de tal falacia.
Partiendo de los datos oficiales ofrecidos por el Instituto Nacional de Evaluación Educativa (INEE), organismo dependiente del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte, y de los del Consejo Superior de Evaluación del Sistema Educativo (CSDA), dependiente de la Consejería de Educación del gobierno autonómico, la entidad que preside Francisco Caja ha demostrado que estos exámenes «no son homologables: cada comunidad autónoma los hace por separado y no son comparables». Desde el año 2003, no hay ninguna prueba a nivel nacional —idéntica para todas las comunidades autónomas— que pueda evaluar y comparar el dominio del español que tienen nuestros alumnos. Asimismo, el análisis realizado por Convivencia Cívica Catalana desmonta la recurrente apelación que hace el nacionalismo a las puntuaciones obtenidas por los escolares catalanes en el informe PISA, ligeramente superiores a la media española. Según denuncia el profesor Caja, esta justificación del modelo de inmersión lingüística oculta «el hecho de que esas pruebas se traducen al catalán y, por tanto, no miden en ningún caso el nivel de castellano».
Es cuando menos sorprendente que a la titular de Educación no le resulte extraño que los estudiantes catalanes tengan un nivel de dominio del español igual o superior al del resto de estudiantes españoles, a pesar de tener únicamente dos horas semanales de clase en ese idioma, frente a las veinticinco horas de los estudiantes de las comunidades sin lengua cooficial. Tal vez piense, como el presidente de la Generalidad, que al no tener un «bache en su cadena de ADN», los catalanes poseemos una mayor facilidad para dominar la «lengua de las bestias». ¿Debe seguir siendo este planteamiento considerado una impronta «de izquierda»?
Francisco Javier Fernández Curtiella. Doctor en Filosofía