Una de las técnicas de cualquier movimiento totalitario es la construcción de una versión ficticia y sesgada de la historia. La tergiversación de los hechos históricos es un instrumento totalitario para poder afirmar un nuevo orden sin el obstáculo que supondría el reconocimiento de una realidad verídica que pudiera cuestionar el estado de cosas actual o poner en riesgo dicha afirmación, a menudo alcanzada por métodos violentos o institucionalmente agresivos. A este respecto, la ideología del nacionalismo catalán está desarrollando ciertos rasgos marcadamente totalitarios que se han manifestado en la negación radical de la realidad social e histórica de Cataluña como parte esencial de España, hiperbolizando determinados antecedentes y obviando o borrando otros, según los aviesos intereses de los líderes separatistas, cada vez más corruptos y enardecidos.
Tras cuarenta años de chantajes, cesiones, componendas y clientelismos entre las partitocracias de Madrid y Barcelona, el Régimen del 78 parece ya agotado, anquilosado. Ambas castas partitocráticas han domeñado y usufructuado en su beneficio las instituciones del Estado, al albur de sus veleidades, sin contar con el hecho de que el grado de descentralización territorial, de corrupción institucional y de disolución social que estaban causando acabaría finalmente por hacerlo colapsar. Unos, desde los centros de poder de la capital, han sido culpables de haber hecho desaparecer al Estado de buena parte del territorio nacional a cambio de conservar sus prerrogativas, prebendas y sinecuras. Con su dejación, han desprovisto a gran parte de la sociedad española de los instrumentos efectivos que garantizan un acervo común como ciudadanos de la nación y la igualdad efectiva de derechos entre ellos. La otra parte, como en el caso de la partitocracia catalana, en un brote de delirio nacionalista eficazmente incubado durante estas décadas, ha querido aprovechar la debilidad del Estado y su profunda crisis institucional para acabar de tensar la cuerda y exigir la secesión de Cataluña. Y lo ha hecho incluso por la vía unilateral, invocando un mendaz derecho de autodeterminación y celebrando unos pseudoplebiscitos que no causan sino rubor y bochorno en la comunidad internacional, especialmente en los países de Europa occidental, vacunados sobradamente de los virus nacionalistas por su traumática experiencia histórica. A esta ofensiva hay que sumar los garantismos y tibiezas judiciales de que han gozado los golpistas por parte de la judicatura belga y alemana ante las legítimas solicitudes de la fiscalía y tribunales de nuestro país.
Las continuas transferencias de las competencias educativas y culturales a las Autonomías, ha provocado que buena parte de la población española adolezca de una falta de referencias comunes de aquello que nos une como sociedad y que nos ha constituido como nación histórica, con su diversidad y riqueza cultural. En el caso de la sociedad catalana esto es de una claridad cristalina. Debido a las manipulaciones sistemáticas de la historia de Cataluña pergeñada por gran parte de sus propias instituciones educativas y grupos editoriales y mediáticos, un sector importante de la sociedad catalana ha olvidado sus propias raíces, sus propios antecedentes históricos. Como resultado, lo que se ha producido es una progresiva pérdida de unión, confianza y armonía en el seno de la sociedad española, que lógicamente tiene como correlato la inestabilidad institucional a la que estamos asistiendo. Al no reconocerse la propia sociedad en un ethos común, deja de compartirse no sólo el pasado sino también un proyecto de futuro. En vez de estar articulada en unos consensos básicos, la actividad política pasa a focalizarse en la diferencia, en el distanciamiento, en el egoísmo y, en última instancia, en el exclusivismo y la discriminación, como así ha sucedido con la cuestión lingüística en Cataluña azuzada por los dirigentes independentistas.
La partitocracia nacionalista catalana y sus lacayunas terminales mediáticas han preferido enfatizar los elementos divisorios, en vez de remarcar y poner de relieve lo mucho que compartimos y tenemos en común todos los españoles, cualquiera que sea la región en que hayamos nacido, vivamos o trabajemos. Los líderes separatistas catalanes, haciendo un ejercicio de demagogia extrema y de un cinismo ampuloso, han conseguido exagerar las diferencias, exacerbando oportunistamente las particularidades identitarias de su región respecto de otras partes de España, obviando y tergiversando su relación con el resto de la sociedad española. El campo de experimentación de las quimeras supremacistas del nacionalismo catalán tiene como eje fundamental la adulteración de la realidad histórica. Por esta razón resulta clave poner un poco de luz sobre algún episodio histórico donde hayan sobresalido miembros insignes de la sociedad catalana lo largo de su historia. Sin el papel de Cataluña no se podría comprender mínimamente la historia moderna de España, porque Cataluña fue y es una parte esencial de España. De ahí el sinsentido del nacionalismo catalán al invocar una supuesta historia para una Cataluña independiente.
La España de principios del XIX tuvo como gran reto hacer frente a la invasión francesa. Cataluña fue un baluarte en esta defensa por la independencia de España frente a la ocupación de Francia. Aquí tenemos entre otros, la figura de José Manso y Solá (Borredá, 26 de septiembre de 1785-Madrid, 22 de marzo de 1863), militar del ejército de Fernando VII e Isabel II. Fue comandante en jefe del Batallón de Cazadores Voluntarios de Cataluña en varios ataques contra los franceses en Molins de Rey, Vich, Martorell, Pallejá, San Andrés de la Barca, Altafulla, Vilaseca u Olot, entre otros lugares de Cataluña. Su figura era conocida a nivel militar y también popular. En este contexto no podemos olvidarnos de Agustina de Aragón, quién nació el 4 de marzo de 1786 en Barcelona, y murió en Ceuta, el 29 de mayo de 1857. Esta barcelonesa defendió Zaragoza ante el asalto de las tropas francesas invasoras en 1808. El general Palafox la condecoró con el distintivo de teniente y los lemas “Defensora de Zaragoza” y “Recompensa del valor y patriotismo”. Agustina acompañó desde entonces al ejército por España, señaladamente en la defensa de Tarragona y en la batalla de Vitoria. En el mismo escenario de la Guerra de la Independencia, tenemos que recordar a Raymundo Ferrer, vicario de la parroquia de Sant Just i Pastor, en Barcelona. Anotó día a día la ocupación francesa y nos legó para la posteridad las manifestaciones españolistas de los ciudadanos de Barcelona. Se refería así a esta ciudad: «invicta, modelo de patriotismo y de constancia, patria de héroes y el principal baluarte de la España Europea».
Más adelante en el siglo XIX, resulta muy sugerente recordar la figura de Joan Prim i Prats, nacido en Reus en 1814. Este militar ocupó un escaño en el Senado y en 1858 declaró: “Me tengo por español de pura raza (…) por educación y por amor instintivo”. En África, Joan Prim lideró a los Voluntarios Catalanes, que se distinguieron por su valentía en la Batalla de los Castillejos. En la toma de Tetuán, el 4 de febrero de 1860, arengó a sus hombres diciendo: “Ha llegado la hora de morir por la honra de la patria”. Dos días después, los catalanes entraron en la ciudad, siendo los primeros en ondear la bandera española. En 1868 lideró la revolución que quiso establecer una monarquía democrática, aquella que enarbolaba el “¡Viva España con honra!”.
La historia moderna de España está repleta de protagonistas catalanes, como los que brevemente hemos glosado arriba. La sociedad catalana ha sido históricamente una de las más activas en la defensa de los intereses de España. A pesar del estado de cosas al que nos han abocado los cuantiosos despropósitos del Régimen del 78, la sociedad española no puede permitirse que le roben la historia, que es la de todos. No podemos permitirnos que la historia de España, y por tanto también la de Cataluña, caiga en manos de aquellos cuya forma de hacer política y ejercer el poder se ha basado en crear relatos ficticios y vulnerar el orden legal, con ánimo de generar situaciones de discriminación y división social, tan artificiales como maniqueas. Para su propia supervivencia política, España necesita de una Cataluña fiel a su historia.
Pablo Sanz Bayón