La persistencia en el uso en política de los topónimos metafóricos izquierda-derecha es síntoma del fondo teológico que ahoga toda ideología. Un maniqueísmo bastante tosco en general la embadurna de moralización y sentimentalización (buenos-malos) alimentándose de vaporosos principios metafísicos, herencia barata del idealismo alemán y, más concretamente en el caso español, del fofo krausismo humanista. Izquierda y derecha son coartadas propagandísticas, la tramoya tramposa de un decorado espectacular con el que ocultar, disfrazar o legitimar y, así, afianzar tramas de corrupción. Son mecanismos de fidelización e identificación que emborronan, distorsionan y bloquean cualquier posibilidad de abrir un análisis crítico y objetivo de las verdaderas relaciones de fuerzas y de los flujos de poder. Un escrúpulo teórico mínimo impediría emplear los términos más que en relación a categorías históricas o entrecomillándolos cuando alguien los reivindica como propios. Seguir hablando en política de izquierda y derecha es como hablar del flogisto o de la piedra filosofal en química.
Los orígenes de la carga positiva o negativa de las referencias topológicas son remotos. Desde la defensa con el escudo del flanco izquierdo del hoplita hasta la posición de Jesús a la diestra de Dios se puede rastrear esa recurrencia. Además, la etimología misma del término derecha suele estar asociada a lo recto. La escritura semítica (hebreo y árabe) tiene la dirección derecha a izquierda por la facilidad con la que los diestros, más numerosos, tallan los signos en la piedra. Con la escritura en papel, en el idioma griego, la dirección se invierte, por no ir borrando con la mano lo que se escribe. Montaigne recuerda que los antiguos empleaban la mano izquierda para la higiene después de la defecación y la derecha para comer. Se cuenta que en Roma los augurios eran positivos o negativos según el lado por el que se producía el vuelo de las aves. Catulo reprocha a un ciudadano romano su comportamiento en las fiestas, cuando los comensales se recostaban en los triclinios sobre el brazo izquierdo, por lo que los movimientos de la mano izquierda quedaban ocultos o disimulados: “Asinio Marrucino, no tiene gracia el uso que haces de tu mano izquierda, en medio del vino y el juego, llevándote las servilletas de los distraídos.”
Estas genealogías apresuradas tienen su importancia porque revelan cómo el origen pragmático o técnico de la distinción acaba cristalizando en fondo mágico, mítico y, sobre todo, teológico, que perdura con obstinación histórica bajo máscaras más o menos sofisticadas de impostada secularización.
Como se sabe, su origen histórico como criterio de demarcación político data del 28 de agosto de 1789, cuando en la Asamblea francesa tras la revolución jacobina se recurre a un procedimiento práctico de contabilidad de votos para decidir el derecho de veto del Rey. En ese contexto, la izquierda empezó a simbolizar la oposición al Antiguo Régimen. La derecha, su defensa. Por eso, Lenin la consideraba como una distinción burguesa (el izquierdismo como enfermedad infantil) que era operativa en el contexto de la Revolución francesa pero que estaba destinada a ser superada por el socialismo marxista. “El populismo, por su contenido, responde a los intereses de la clase de pequeños productores, de la pequeña burguesía.” (Lenin, “¿A qué herencia renunciamos?”, 1898). El populismo, que por fiar su eficacia en la escenografía y a efectos propagandísticos y oportunistas coquetea a veces con la negación de la polaridad izquierda-derecha, es reaccionario a los ojos del pensamiento marxista, que no admitía más posibilidad de colapso del modo de producción capital que la de acelerar su desarrollo. El anticapitalismo del izquierdismo es retrógado, no ilustrado y, según la lógica del análisis de Marx, retiene, ralentiza e impide la superación dialéctica del capitalismo. Esto es, contribuye a su consolidación en el ejercicio mismo de invocarlo como catástrofe o blasfemia.
El hecho de que la denominada izquierda hoy, tras la caída de la Unión Soviética, se posicione a favor del nacionalismo, rancio vestigio de los privilegios medievales y del Antiguo Régimen pasados por el tamiz decimonónico del romanticismo, el mito de la Cultura y el racismo étnico o lingüístico más o menos disimulado, demuestra que la etiqueta “izquierda” ha quedado como coartada de legitimación bajo cuyo manto luminoso y sagrado se pueden perpetrar los abusos más abiertamente reaccionarios y los disparates más puritanos. De ahí que cualquier causa que ofrezca una teatralidad de éxito y tenga la potencia de difusión y acatamiento suficiente en los medios y las redes será abrazada con entusiasmo. Feminismo, indigenismo, ecologismo, pedagogismo son casos de esa enfermedad infantil del izquierdismo característica del Estado del Bienestar. Son registros espectaculares y fantasmales de una especie de socialcapitalismo transversal que todo partido del espectro defiende en el fondo.
De hecho, ese tipo de movimientos son enemigos del obrerismo clásico (de los intereses de clase), efectos torcidos de la opulencia social y económica en la que se han criado un par de generaciones aburridas de su propia insignificancia histórica, cuyas reivindicaciones resultan como las ociosas discusiones bizantinas a la espera inconsciente de que los turcos entren en Constantinopla.
En España, especialmente, la descomposición del Estado y la traición a la nación histórica y política queda velada por las discusiones triviales que, como trucos de ilusionista, pretenden entretener al vulgo en los telediarios y hacer pasar la verdadera corrupción estructural, con los privilegios locales y regionales, que es el cemento del sistema. La partitocracia es la nueva monarquía, vigente aunque se diera bajo la forma nominal de República. El Estado de las autonomías es la fase superior del franquismo, afianzado hoy en populismos y nacionalismos, auténticos franquistas actuales que arrastran a la nación al atraso y el guerracivilismo.
José Sánchez Tortosa