Es archiconocido que Churchill opina que «el político se convierte en estadista cuando comienza a pensar en las próximas generaciones y no en las próximas elecciones», lo que tiene origen en el juicio de un antecesor suyo, el premier Disraeli: «El mundo está lleno de estadistas a quienes la democracia ha degradado convirtiéndolos en políticos». Uno mira al mundo y se encuentra con un déficit pavoroso de estadistas. Sin embargo no son extrañas situaciones en las que, por mucho que el político tenga talla de estadista, los acontecimientos le cercan. Puede decepcionar. En estos casos hay que recordar a Margaret Thatcher: «La misión de los políticos no es la de gustar a todo el mundo». Los pueblos son de afectos cambiantes; pasan en un santiamén del infinito al cero en el apoyo y la confianza. Luego pueden hacer el camino de vuelta.
Se ha hablado de Irlanda del Norte y de Escocia con motivo del conflicto catalán. En 1968 viajé como enviado especial a Irlanda del Norte; era el primer verano sangriento de un conflicto que duraría tres décadas y que todavía colea. Allí se vivía una situación muy grave no por edulcorada menos evidente. Al conflicto secesionista se sumaba una lacerante desigualdad social nacida de un enfrentamiento religioso que duraba siglos. La policía del territorio no era fiable para Londres que desplegó tropas y material militar abundante. En 1998 se firmaron los llamados Acuerdos del Viernes Santo, pero en treinta años el conflicto produjo más de tres mil muertos, entre ellos casi dos mil civiles. El Gobierno inglés se vio obligado a suspender en varias ocasiones la autonomía del Ulster y el Parlamento de Stormont, en Belfast; la primera en 1972; en 2002 por cuarta vez; se restableció en 2007. La última amenaza de suspensión ha sido este año, en pleno acoso del Brexit. La Direct Rule es algo así como nuestro 155 agravado. El enfrentamiento histórico en el Ulster nada tiene que ver con el problema soberanista de Cataluña.
Tampoco es asimilable ni siquiera cercana la realidad de Escocia que se unió a Inglaterra por decisión de ambos reinos que desde un siglo antes compartían soberano; era un acuerdo entre iguales que dio paso, con el Acta de Unión de 1707, a la formación del Reino Unido de Gran Bretaña. Sorprende -o no tanto- que las reiteradas manipulaciones históricas del secesionismo catalán pongan como ejemplo para sus aspiraciones a los referendos escoceses que se han convocado siempre desde el respeto a la ley.
Las decisiones del presidente Rajoy no bailan la yenka, célebre canción de los sesenta; responden a una estrategia coherente y lineal aunque a veces para algunos resulte ininteligible. El tiempo le da la razón. La decisión más difícil que ha tenido que tomar un presidente de Gobierno en nuestra recuperada democracia es, sin duda, la aplicación del artículo 155 de la Constitución para atajar el golpe de estado de la declaración unilateral de independencia por obra y gracia de un caótico Puigdemont que engañó reiteradamente a los catalanes soberanistas, seducidos por los cantos de sirena de unos dirigentes que, ante su fracaso y la lógica respuesta del Estado desde la ley, se desdijeron mostrando el patético rostro de la cobardía política. Distinta actitud a las de Macià y Companys en intentonas anteriores; eran más inteligentes y tuvieron más valor. Y conviene no olvidar que los soberanistas han estado trufados de gentes anti-sistema a las que no les preocupa el futuro de Cataluña sino como pretexto para tratar de dinamitar o debilitar el Estado y su forma de Gobierno.
Antes y después de aplicar el 155 Rajoy ha repetido que se trata de volver a la normalidad institucional y para ello convocó elecciones autonómicas. Con cualquier resultado, tras el 21-D Cataluña estará en condiciones de marchar por la senda de la normalidad; de otra manera, y los soberanistas no deben engañarse, la herramienta de la aplicación del 155 estará ahí. Ya recordé que Londres suspendió repetidamente la autonomía de Irlanda del Norte cuando lo entendió necesario.
Nadie debe creer que las acciones emprendidas para normalizar Cataluña y las próximas elecciones van a resolver el problema catalán. En 1932, durante el debate del Estatuto de Cataluña en las Cortes de la República, Ortega lo deja nítidamente expresado: «Se nos ha dicho: “Hay que resolver el problema catalán y hay que resolverlo de una vez para siempre, de raíz. La República fracasaría si no lograse resolver este conflicto que la Monarquía no acertó a solventar”. Y aclara el filósofo: “El problema catalán no se puede resolver, sólo se puede conllevar; es un problema perpetuo (…) y lo seguirá siendo mientras España subsista”».
Quienes sostienen que el conflicto catalán se solucionaría con una reforma federal de la Constitución se equivocan; son ingenuos. Y choca que en esa trampa caiga cierta izquierda con experiencia y vocación de gobernar. Cataluña goza de más autogobierno que la mayoría de los estados federados. Los soberanistas no se conformarían con ese listón como no se sintieron satisfechos con el célebre «café para todos» del Estado de las Autonomías. Se ha demostrado en pocos decenios. Aspiran a una soberanía imposible porque ningún Gobierno cabal podría consentirla.
A partir del 22-D habrán de hacer autocrítica aquellos a quienes corresponda. Los secesionistas en parte ya la han hecho con sus rectificaciones, sinceras o no, su declaración «simbólica» de independencia y su cobardía. Pero ha habido aspectos que deben valorarse. Coinciden los analistas en que «la posición mayoritaria de la sociedad española no se ha hecho oír suficientemente en los medios internacionales»; hubo autoridad que pidió perdón por la acción de las fuerzas de seguridad del Estado que actuaban como policía judicial; se primó evitar una imagen, sin duda indeseada, sobre el derecho de movilidad de miles de ciudadanos en una huelga política declarada ilegal; se produjeron declaraciones oficiales contradictorias desmentidas por la realidad… Una situación como la que los españoles hemos vivido precisa ciertas reflexiones beneficiosas de cara al futuro, partiendo del acierto de Rajoy y del éxito indudable de la aplicación del 155, que no es sino un artículo más de la Constitución aunque, por su singularidad y novedad, lo hayamos sacralizado.
No debemos olvidar que el problema catalán se recrudeció, creando frustración, por los criterios del Tribunal Constitucional sobre el Estatuto de 2006. De ello no es responsable, como se ha repetido, quién presentó el recurso de inconstitucionalidad sino quien alentó con inconsciencia y ceguera política aquel texto infumable: José Luis Rodríguez Zapatero.