Una de las grandes falacias vertidas por la propaganda de la casta política independentista catalana, y también, en buena medida por parte de algunas castas políticas “de Madrid”, se basa en pretender que el nacionalismo catalán reciba un trato diferencial, que en última instancia le permita invocar primeramente una nación catalana y consiguientemente un Estado catalán independiente. Este pretendido trato diferencial, en la primera etapa del Régimen del 78 se sustanció en privilegios presupuestarios y competenciales a cambio de garantizar una delicada estabilidad parlamentaria en “Madrid” para los sucesivos gobiernos centrales. Con posterioridad, una vez que las pretensiones se fueron ampliando y haciéndose imposibles de satisfacer (porque de facto ya se había cedido prácticamente todo), el nacionalismo catalán fue optando por la vía unilateral hacia la secesión, con todas las consecuencias, en un intento de forzar los límites del sistema político y aprovechar la máxima debilidad de los gobiernos de Madrid.
Los chantajes del nacionalismo y sus mentiras sistemáticas han ido variando ligeramente en este proceso. Si bien siempre han tenido una impronta economicista y utilitarista, que trataba de poner de manifiesto lo mucho que perdía Cataluña por su pertenencia a España, ahora, sin embargo, observado el desastroso balance de la aplicación fallida de la vía unilateral sobre la economía catalana y la debilidad extrema de las finanzas autonómicas y su dependencia del presupuesto del Estado central, parece que al independentismo catalán ya sólo le queda apelar desesperadamente a una emotividad victimista, acomplejada y resentida junto con la exacerbación de un sentimentalismo fatuo, que en definitiva, no es sino recuperar las esencias del romanticismo decimonónico que alumbró a dicha ideología nacionalista. Romper con la historia común de siglos y siglos de convivencia en una de las naciones más prósperas de Europa y del mundo desarrollado, como es España, cuando además no salen los números para una hipotética independencia viable ni su imaginaria República resultaría reconocida a nivel de la comunidad internacional, es un ejercicio de máxima idiocia que una gran parte de los catalanes no deberían perdonar a sus representantes cuando se despierten de su ilusionismo colectivo.
Más allá de los argumentos que se esgriman sobre la mesa de los quiméricos diálogos entre los representantes de España y de Cataluña, en el marco de una falsaria relación de bilateralidad entre ambas entidades, lo que se juega en definitiva es la lectura de la historia, y en concreto, hacerlo sobre unas bases fieles con la misma, con la realidad de lo que fueron y son las cosas. Tras las recurrentes soflamas del nacionalismo catalán lo que existe tras de sí es una visión negadora de la realidad histórica más elemental que conviene retratar de cuando en cuando, no sea que, de tanta insistencia sentimentalista por parte del nacionalismo catalán, algunos incautos terminen por creerse la versión adulterada de la historia que los propios nacionalistas producen y que muchos en el resto de España consumen ingenuamente.
Ahora bien, en la producción de esa falsificación de la historia de España, y de la difusión de una leyenda negra en clave interna, han contribuido en buena medida los diferentes gobiernos centrales y la partitocracia “madrileña”, que para usufructuar las instituciones en su beneficio, no dudaron en trocear la soberanía poco a poco y descuartizar administrativamente al Estado, a costa de la nación, por ejemplo mediante las cesiones de las competencias educativas y culturales a las Comunidades Autónomas. Se procedió así al pago de los chantajes que los nacionalistas catalanes hacían a cambio de un efímero disfrute del poder por parte de las cúpulas partitocráticas de Madrid. Lo ya consumado en este tiempo tiene difícil reparación, pero no es irreversible. No hay nada irreversible en política. Bastaría que se fraguase la posibilidad parlamentaria de impulsar una profunda reforma constitucional que reordenase y recentralizase las competencias más básicas en el Estado, garantizado la unidad territorial y la igualdad efectiva de los españoles. A falta de esta medida, o a la espera de que ello ocurra, lo que si puede y debe hacerse es proponer un regreso colectivo al conocimiento de la realidad histórica de España, y desde allí reconstruir una imagen fiel y verídica de lo que somos, que permita relanzar un proyecto común e integrador de España.
Es así como no debería desconocerse la gran aportación de tantos catalanes a la historia moderna de España, en todos los proyectos y desafío históricos en los que nuestra nación ha estado involucrada, tanto en Europa como en América. Buena prueba de ello son los insignes personajes, muchos de ellos actualmente desconocidos por los propios catalanes, que hicieron de España una nación más grande e influyente, como en efecto lo fue Juan Orpín (Piera, Barcelona, 1593-Nueva Barcelona, Venezuela, 1645), último conquistador de Venezuela y fundador de la actual ciudad de la Barcelona Venezolana, o Luis de Requesens y Zúñiga (Barcelona, 25 de agosto de 1528-Bruselas, 5 de marzo de 1576) militar, marino, diplomático y político, gobernador del Estado de Milán (1572–1573) y de los Países Bajos (1573–1576), mentor de don Juan de Austria, y cuya labor fue fundamental para la gran victoria de la Liga Santa en la batalla de Lepanto, cuya flota zarpó de Barcelona y contó con la participación de muchos catalanes.
A este respecto, también cabe destacar a Manuel de Sentmenat-Oms de Santa Pau y de Lanuza (Barcelona, 1651-Lima, 24 de abril de 1710) que fue un destacado militar, político y diplomático, primer marqués de Castelldosríus y vigésimo cuarto virrey del Perú (1707–1710) o Gaspar de Portolá Rovira (Os de balaguer, Lérida, 1716 – Lérida, 1786), militar, administrador colonial y explorador que llegó a convertirse gobernador de California (tanto de la Baja como de la Alta) desde 1767 hasta 1770, fundador de San Diego y Monterrey. En dicho contexto hispanoamericano, tampoco nos podríamos olvidar de Manuel De Amat y Junyent Planella Aymerich y Santa Pau (Vacarisas, Barcelona, 1704-Barcelona, 14 de febrero de 1782), Marqués de Castellbell, que fue un militar y administrador virreinal español, gobernador de Chile (1755-1761) y Virrey del Perú (1761-1776), o de Pere Alberni Teixidor (Tortosa, Tarragona, Cataluña, 1747-Monterrey, en la actual California, 1802), oficial militar que sirvió como mando de la Primera Compañía Franca de Voluntarios de Cataluña destacada en California y en la isla de Nutka. Asimismo, podemos recordar a Juan Nuix y Perpiñá (Torà o Cervera, Lérida, 1740-Ferrara, Italia, 1783), historiador y americanista jesuita, miembro de la Escuela Universalista Española del siglo XVIII. En 1783 redactó una defensa de España en referencia a la «leyenda negra» de los españoles en América, diciendo en la misma: «yo no soy castellano sino catalán», pero «yo soy español, también como aquellos castellanos».
La aportación de los catalanes a la construcción y desarrollo de España es innegable, porque Cataluña fue y es una parte consustancial a la nación española. Figuras como Antonio de Capmany, nacido en Barcelona el 24 de noviembre de 1742, incomoda necesariamente el relato ficticio de los nacionalistas catalanes porque les deja retratados en sus mentiras y manipulaciones de la historia. Capmany fue posiblemente la figura más importante de la Ilustración española en Cataluña. Filólogo e historiador, es más conocido por su papel político, participando en la exaltación patriótica española que surgió en Cataluña en la guerra contra la Francia revolucionaria, en 1793, y que pasó a la oposición cuando Godoy se cambió al bando napoleónico tres años después. En 1808, en pleno levantamiento general, publicó “Centinela contra franceses”, que circuló por medio mundo. La portada de dicha obra mostraba un puño dentro de un círculo adornado con un eslogan elocuente: “De la unión la fuerza”. El texto seguía la carta que Capmany dirigió a Godoy el 12 de noviembre de 1806, en la que pedía que se infundiera un patriotismo basado en el orgullo por la cultura, el idioma, las costumbres y las leyes españolas. Capmany fue uno de los 51 diputados catalanes que estuvieron presentes en las Cortes de Cádiz. También Ramón Lázaro de Dou y de Bassols (Barcelona, 11 de febrero de 1742-Cervera, 14 de diciembre de 1832) fue un destacado diputado provincial por Cataluña en las Cortes de Cádiz, de las que fue elegido primer presidente durante la sesión inaugural celebrada en la Isla de León el 24 de septiembre de 1810.
La breve reseña de los personajes anteriores es tan sólo un escueto botón de muestra para afirmar que Cataluña es una parte sustancial de España, y que una simple constatación lo demuestra y confirma. No puede entenderse España sin Cataluña, ni Cataluña sin España. El simple hecho de concebir una Cataluña “fuera” de España es tan absurdo como concebir una España sin Cataluña. Ser catalán es una de las diversas formas de ser español, porque no hay única forma de ser español y de querer a la propia nación de la que se es ciudadano y partícipe. En Cataluña, ser catalán es la forma por antonomasia de ser español. Esa es la riqueza de España y por extensión de la comunidad de la Hispanidad consistente en una multiplicidad de rasgos e idiosincrasias regionales que han forjado a nuestra nación históricamente a lo largo de los siglos, como proyecto común y con una historia y acervo cultural compartidos entre todos. Ahora bien, invocar una supuesta diversidad bajo presupuestos históricos mentirosos y con ánimo de separar, escindir, dividir, no debe ser admisible, ni social, ni política ni jurídicamente. Hacer de la diversidad connatural a un país tan antiguo como España una pretensión identitaria artificiosa para subvertir el orden constitucional y justificar privilegios, prerrogativas y desobediencias, malversaciones, sediciones o rebeliones no sólo es intolerable, sino que es tan antidemocrático como antihistórico, y los incitadores y cómplices que lo promuevan deben responder de estos actos ante la Justicia.
Pablo Sanz Bayón