Hace una semana, miles de ciudadanos catalanes se volvieron a congregar en las calles de Barcelona para romper, una vez más, con ese silencio resignado que durante décadas ha cebado las quimeras nacionalistas. Entre el hartazgo, la repulsa y la indignación, quienes han presenciado cómo el bisturí institucional del nacionalismo ha ido cercenando libertades y domesticando promociones en las aulas, acudieron al acto de Sociedad Civil Catalana ávidos de escuchar un discurso que, aunque proferido por distintas voces, aunara la correcta comprensión de la realidad política con el firme propósito de combatir una ideología que exuda odio.
A mi juicio, salvando honrosas excepciones, los oradores escogidos enfriaron el ambiente con unos discursos que no estuvieron a la altura de las expectativas. Y ello no fue tanto por la claridad de los mismos como por los gélidos aires de componenda que insuflaron. Con las palabras de Rosa María Sardá arreció de nuevo el viento del «diálogo», tan manido como imposible, empujando a la concurrencia hacia la orilla del relato nacionalista. ¿Seguimos con eso de «los de aquí y los de allí»? ¿Acaso sugería que dos sociedades susceptibles de ser separadas deben entenderse sólo para evitar así una fractura definitiva? Más desconcertante resulta todo cuando al «diálogo» se suma la «convivencia» y la «paz». El muñidor de esta confusa tríada fue el exfiscal anticorrupción Jiménez Villarejo, quien cerró su alocución proponiendo —supuestamente en nombre de todos los catalanes— que Cataluña «asuma, mediante una consulta ciudadana pactada con el Estado, una reforma constitucional que amplíe y refuerce las competencias propias de una nación como Cataluña, pero dentro del marco del Estado español». ¿Qué quiso decir con «asumir»? ¿Estamos ante otro entusiasta de la ficción teórica de un Estado español plurinacional? ¿O caminamos hacia el apaño de una reforma de la Constitución que colme las aspiraciones políticas de quienes han querido dar un golpe de Estado? Podría ser que Villarejo no supiera bien lo que decía al referirse a la «nación» y al «Estado» en esos términos, pero también podría ser que sí lo supiera y prefiriera situarse en esa equidistancia absurda de la que muchos vienen haciendo gala en los últimos tiempos, seguramente como pretexto para justificar tal reforma. Una equidistancia que, por lo demás, sólo demuestra que no se comprende en absoluto la realidad política y social de Cataluña.
A grandes rasgos, la estructura del nacionalismo catalán se asienta principalmente sobre tres pilares; todos ellos robustecidos a base de la indolencia o la complacencia de los distintos gobiernos que ha tenido España desde el inicio de la democracia. Economía, comunicación y educación. Con la primera se ha dotado «el procés» de todos aquellos recursos materiales que han posibilitado su operatividad práctica. Con la segunda, con TV3 como punta de lanza, se ha procurado trasladar hacia el exterior una imagen de pueblo perseguido y oprimido que les granjeara el respeto y apoyo de algún país del orbe, por irrelevante que fuera; mientras que hacia adentro se ha procurado inocular la fantasía de un cuerpo social que siente y actúa al unísono, mostrando una solidez envidiable y una resistencia rayana en lo épico. Con la educación, trocada en domesticación, los próceres del nacionalismo se han ido asegurando nuevas hornadas de jóvenes que viven entre la indigencia intelectual y la cerrazón, y se comportan, convertidos en masa, como el fulgor callejero de ese pueblo sojuzgado que ansía el «derecho a decidir».
El decepcionante domingo barcelonés se entremezcla con el clima que paulatinamente se ha ido instalando en el Gobierno español tras la puesta en marcha del Artículo 155 de la Constitución. En sus meses de aplicación, no se ha hecho prácticamente nada para ir socavando esos tres pilares; en especial, comunicación y educación permanecen incólumes, sin la menor señal de hostigamiento, y siguen reavivando a diario y sin ningún pudor los resortes más sectarios del nacionalismo. La intervención del Ejecutivo apenas ha servido para convocar unas elecciones autonómicas en las que gracias a la ley electoral española —ésta sí la obedecen los secesionistas— se imponen otra vez los mismos. El 155 está pasando a ser una oportunidad desbaratada, un instrumento inoperante e ineficaz que deja casi ileso y sin desmantelar todo el tinglado separatista. Frente a esto, parece que desde la Moncloa se coquetea con la idea de dar por zanjado el entuerto, de pasar página, de volver a la «normalidad», y abundan los gestos que apuntan hacia un regreso al estado de cosas anterior al 155, es decir, al silencio resignado de los que padecen el yugo nacionalista y a la connivencia de quienes, por su laxitud o su galbana, lo sustentan. Y todo ello aún podría ser peor si las palabras del exfiscal fueran un presagio de lo que está por venir…
Los adláteres del Presidente aseguraban el otro día que, ante cualquier convulsión política, éste se mantiene en un admirable estado de ataraxia. Permítanme que lo ponga en cuestión. Dudo que Mariano Rajoy haya alcanzado ese estado de imperturbabilidad del alma al que sólo llegan los verdaderos sabios, según sostenían algunos filósofos antiguos. Y es que la vía hacia la ataraxia, como explicaban Epicuro, Demócrito o Lucrecio, pasa forzosamente por el conocimiento del mundo, la superación del miedo y la liberación de toda perturbación. ¿En cuál de esos puntos debe de estar ahora mismo el Presidente?
Francisco Javier Fernández Curtiella
Doctor en Filosofía