La detención del «puto amo» de Pilar Rahola hace ya una semana, cuando se encontraba ejecutando su última «jugada magistral» a la altura de Schuby, a 30 kilómetros de la frontera alemana, truncó las peripecias del expresidente prófugo. Ridículo final para las andanzas de otro desdichado héroe de la patria catalana, forzado a un exilio subvencionado por la intransigencia de una España que adolece de libertades y «sensibilidad democrática». La captura de ese prócer nacionalista de tres al cuarto, convertido en orador errante, puso a las huestes separatistas ante una difícil disyuntiva: o sumergir de nuevo el «procés» en el proceloso mar de la política española, diluyéndolo en un «autonomismo» sui géneris que suene a federalismo progresista fetén y permita mantener intacto el chiringuito montando; o trasladar la acción política a la calle, a fin de que sus acérrimos adeptos reivindiquen con el uso de la violencia la Arcadia prometida.
A pesar de los susurros discrepantes de los habituales vasallos volatineros que pululan por el Parlament —esos que tan cómodamente han vivido durante mucho tiempo a costa del Estado que dicen aborrecer—, cogió fuerza la opción de conformar un frente común que instalara las reivindicaciones secesionistas en la calle. Prestos, los Comités de Defensa de la República (CDR) declararon el estallido de «la primavera catalana»; otro eufemismo perverso que viene a sumarse al de la «revolución de las sonrisas». Pues ni bucólica primavera ni cálidas sonrisas, sino actos a medio camino entre la guerrilla y la mafia. Jair Domínguez, ínclito profesional de TV3, empezó pronto a azuzar a las masas en las redes sociales augurando que «Habrá muertos. Habrá muertos y será terrible […] nos han llevado al límite y ahora por fin hemos descubierto que la república no se construye con lazos y manifiestos, sino con sangre y fuego». El resultado, mobiliario urbano destrozado, contenedores y neumáticos quemados, paredes pintadas y carreteras cortadas; combinado todo con el ya clásico hostigamiento en las redes sociales. En este sentido, baste sólo recordar el mensaje de Cori Sauné, la tuitera de Reus que llamó «hijo de puta» al juez Llarena y desveló el nombre, el lugar de trabajo y el pueblo donde vive la esposa del magistrado, a fin de que ambos no puedan «ir por la calle a partir de ahora».
Tal vez desde un plano operatorio toda subversión requiera que la desobediencia civil se haga patente en las calles de forma violenta, tensando la situación al máximo y haciendo bueno aquello de que «cuanto peor, mejor». Ahora bien, ¿cuánto están dispuestos a arriesgar de verdad esos valientes que tras pagar una entrada al Liceo vociferaban por la libertad de Puigdemont? ¿Su patrimonio y su posición social? ¿Acaso su integridad física? Más bien parece que esa burguesía degenerada deja tal riesgo en manos de los cachorros del independentismo. Esto no sería algo inédito, existen antecedentes: los Escamots, la organización paramilitar perteneciente a las JEREC (Joventuts d’Esquerra Republicana – Estat Català) que vivió su apogeo entre 1932 y 1933. A las órdenes del Capità collons (Miquel Badia) y uniformados con camisa parda, se adueñaron durante aquel tiempo de las calles y participaron en no pocos episodios violentos.
Con todo, se me antoja que ahora la situación es bien distinta. Por profundo que se crea que ha calado el discurso nacionalista, de momento ello no es suficiente para convencer a una amplia mayoría de jóvenes de que pongan en riesgo una situación socioeconómica tan favorable como la que han disfrutado desde su más tierna infancia. La notable reducción del número de exaltados en las calles y los pocos centenares de radicales que decidieron cortar las principales carreteras catalanas así lo evidencian. Sin menoscabo de su gravedad, estas acciones ponen de manifiesto lo minoritario de una reacción que se anhelaba mayúscula. ¿Una guerra callejera contra el orden constitucional establecido, o tomar unas cañas con los colegas y deleitarse con los goles del Barça? ¿Entregarlo todo por la libertad del pueblo catalán, o disfrutar de unas merecidas vacaciones de Semana Santa? ¿Echarse al monte y no dar un paso atrás, o esperar a que llegue el buen tiempo para disfrutar de la playa y las terrazas? Si es que no hay color… «ni primavera catalana», ni muertos. Sólo la penitencia de soportar la falta de claridad, determinación y firmeza de quienes a menudo descuidan la calle.
Francisco Javier Fernández Curtiella. Doctor en Filosofía