“La cruz permanece, mientras el mundo da vueltas”. Los que somos cristianos, aunque sea culturalmente, sabemos que la cruz es un símbolo general de paz, de piedad y de perdón, por utilizar la fórmula azañista. No en vano la cruz es, en nuestra cultura, una forma casi universal de señalar un lugar sagrado e inviolable, como siempre ha sido, por ejemplo, una tumba o una capilla. Cuando Henri Dunant fundó la Cruz Roja en 1863, eligió para su organización este emblema de Occidente, en la convicción de que a ningún combatiente civilizado se le iba a ocurrir dirigir las armas contra una bandera en la que figurara el símbolo de la Salvación. Basta dar un repaso por los pabellones oficiales de toda Europa para recordar esa connotación ancestral y sacra que tiene la cruz, al menos, desde que el emperador romano Constantino colocó este distintivo en su estandarte poco antes de la batalla de Puente Milvio, en el año 312.
Evidentemente, en una sociedad libre y plural, unos se sentirán más inspirados por este símbolo, otros menos y otros en absoluto. Pero solo un bárbaro repudia la cruz hasta el punto de tener actitudes vandálicas contra ella. No hace mucho, cuando la exhibición de la cruz producía en una persona erisipela y espasmos, ello era asumido como síntoma infalible de que estábamos ante un vampiro o un endemoniado. Ahora, la opinión más probable es que se trate de un político talibán tratando de aplicar la infausta Ley de Memoria Histórica.
Contrariamente a lo que pretendía Cavafis, ya no hace falta que esperemos a los bárbaros; estos están ya aquí, ejerciendo magistraturas de forma legal. Los vándalos, hoy en día, ya no galopan desbocados por las calles con la tea en mano, sino que conducen vehículos de alta gama, se sientan en despachos enmoquetados y manejan, desde los boletines oficiales, grúas y piquetas que pagamos entre todos. Tenemos desgraciadamente en España toda una legión de políticos “revisionistas” del pasado, que deseando demostrar a sus potenciales clientes por qué son tan necesarios, se pasan la vida buscando problemas inexistentes, dando sobre ellos diagnósticos equivocados y proponiendo soluciones estrafalarias. Algo así decía Groucho Marx pretendiendo hacer un chiste, pero describiendo objetiva y sarcásticamente la realidad.
Una de las estrategias de estos políticos ansiosos de celebridad es buscar temas polémicos para entablar una batalla ideológica que permita presentarse como gente llena de buenas intenciones enfrentada a personas muy malvadas y poderosas. Y así se hizo cuando a la izquierda, tratando de ganar una guerra que perdió hace ochenta años, le dio por hacer una ley rencorosa y revanchista, que declaraba que existe una verdad oficial y maniquea sobre lo que ocurrió en España durante los años treinta. Ni se les ocurra disentir sobre ese dogma histórico definido vía parlamentaria, porque serán castigados como desafectos al régimen. La excusa, como suele ser habitual, es la supuesta protección a los sentimientos de unas víctimas que hace decenios que ya no están entre nosotros. Pero se ve que los herederos de esas víctimas sufren muchísimo al ver, por ejemplo, una cruz erguida delante de la iglesia de un pueblo y al lado de un convento de carmelitas. ¡Menudo agravio! ¡Adónde vamos a ir parar! Asaltar tumbas, demoler cruces y retirar lápidas: he aquí lo esencial de una política progresista. Con la que está cayendo en nuestro país…
Que el derribo suponga una ofensa a los sentimientos religiosos de la mayoría del pueblo español es lo que menos les importa a esos políticos iconoclastas. Que la cruz sea arrojada a un vertedero de basuras, ¿qué importancia tiene para ellos? A pesar de que la palabra “respeto” no se les cae de los labios, ellos disfrazan de forma hipócrita sus sentimientos de odio anti-cristiano con un barniz buenista y aparentemente defensor de los herederos de las víctimas del pasado, que casualmente son… ellos mismos. Hay que tener la cara de cemento armado. El respeto es solo para la minoría, cuanto más ruidosa y afín, mejor; a los cristianos se les puede atizar sin tregua. Que pongan la otra mejilla como les manda su Maestro. La quiebra de la convivencia de los vivos es el peaje que se paga para seguir en el poder, metiendo cuñas de odio en la sociedad con el pretexto del ayer. Como si se nos hubieran olvidado los crímenes que perpetraron esos mismos partidos de izquierda, que hoy hablan tanto de derechos humanos. Como se hubiera borrado por decreto la furia homicida y cristofóbica desatada por las izquierdas durante la II República. Cuanto más se piensa sobre ello más indigna la sinrazón.
La derogación de la Ley de Memoria Histórica es una necesidad cada vez más urgente para todos aquellos españoles que creemos sinceramente en la reconciliación en la que se basó la Transición democrática.
Macario Valpuesta