España lleva años enfrentándose a una crisis silenciosa que, aunque las élites intentan ocultar, es cada vez más evidente para quienes viven la realidad de las calles, los barrios y las fronteras. La inmigración ilegal masiva y el aumento de la inseguridad no son problemas aislados, sino dos caras de una misma moneda, el abandono de la soberanía nacional y el fracaso de unas políticas irresponsables diseñadas por los mismos de siempre.

Nos han dicho que cuestionar la inmigración masiva es ser alarmista, que vincularla con la inseguridad es caer en el discurso del odio. Pero las experiencias diarias y el sentido común desmienten a los propagandistas de la “sociedad abierta”. No es racismo, no es xenofobia, es una cuestión de orden, legalidad y supervivencia nacional.

La inmigración, cuando es legal, útil y respetuosa, puede beneficiar a una nación. Pero lo que sufre España no es inmigración, es invasión. Invasión promovida, financiada y protegida por los políticos del sistema y sus cómplices mediáticos. Las mafias lo saben, las ONG colaboran y las fronteras son hoy meros decorados sin control ni consecuencias.

Las mafias que trafican con personas han convertido el Mediterráneo y el Estrecho en autopistas de entrada hacia Europa, sabiendo que aquí los políticos han renunciado a hacer cumplir la ley. Las ONG y las élites progresistas colaboran con este tráfico de seres humanos al promover políticas de efecto llamada que han convertido España en un destino fácil para quienes no respetan los cauces legales de entrada.

El resultado es un país que no controla quién entra, en qué condiciones entra ni con qué intenciones lo hace. Y eso, lejos de ser una cuestión de solidaridad, es una amenaza directa contra el orden, la seguridad y la convivencia.

Vincular inmigración masiva e inseguridad se ha convertido en un tabú. Pero la realidad es que en los barrios más afectados por la llegada descontrolada de inmigrantes ilegales, los ciudadanos viven con miedo. El aumento de la criminalidad en España coincide con la llegada descontrolada de inmigrantes sin capacidad de integración, sin recursos y, en muchos casos, sin intención de respetar las normas del país que los acoge. Delincuencia, bandas organizadas, agresiones y ataques a las fuerzas del orden se han convertido en noticias diarias que la prensa intenta minimizar o justificar.

Mientras las élites viven en urbanizaciones protegidas, los españoles de clase trabajadora sufren la degradación de sus barrios, el miedo en las calles y la impunidad de quienes saben que el sistema no se atreverá a tocarlos. Y mientras tanto, el discurso oficial sigue culpando a la “percepción subjetiva de la inseguridad”, como si las víctimas fueran culpables de serlo. El problema no es solo la inmigración ilegal y la delincuencia que en muchos casos la acompaña, el problema es que el Estado ha decidido ponerse del lado del problema y en contra de los ciudadanos.

Los españoles que denuncian la situación son censurados, señalados o incluso perseguidos. Mientras tanto, las leyes garantizan que los delincuentes reincidentes vuelvan a la calle en cuestión de horas, que quienes agreden a la policía no tengan consecuencias reales y que España se convierta en un paraíso de impunidad para aquellos que desprecian sus leyes y su gente.

En lugar de reforzar las fronteras, se fomenta el efecto llamada con regularizaciones masivas que convierten la ilegalidad en un atajo hacia la residencia. En lugar de endurecer las penas contra el crimen violento, se relativiza la inseguridad y se acusa de racismo a quien simplemente exige orden.

No hay país que pueda sobrevivir sin control sobre sus fronteras. No hay nación que pueda garantizar el futuro si permite que la ilegalidad se convierta en norma. Y no hay sociedad que pueda sostenerse si la seguridad de sus ciudadanos se convierte en una cuestión secundaria.

Esto no es extremismo, es sentido común. Lo extremo es la situación que se nos quiere imponer, en la que los españoles tienen que adaptarse al caos en lugar de exigir orden.

La inmigración no puede ser un problema si se hace bajo el control del Estado, con criterios de utilidad, integración y respeto por las normas. Pero la inmigración ilegal masiva no es inmigración, es invasión.

Y como toda invasión, solo tiene dos desenlaces: o el país se defiende o el país desaparece.

Pablo Pérez Merino