Curiosa sentencia la del ministro Albares en las páginas de El País donde, asumido de antemano el problema de la inmigración irregular (ese problema que otrora fue un invento extremado a la derecha), afirma que dicho embrollo “no se puede solucionar, tan solo gestionar”. Y decimos en este caso “curiosa” porque, además de obviar los parámetros de tal operación, no sabemos qué tipo de gestión puede llegar a darse si no se tiene como objetivo atajar el problema en cuestión; un problema que solo si es solucionado previamente, permite la gestión de todo aquello cuanto reste. Otra cosa es que, por vía del eufemismo, se nos esté queriendo decir que la susodicha gestión consista nada más y nada menos que en perpetuar el problema; o mejor dicho, en sobrevivir mientras se pueda al problema. ¿Que se pregunta usted cómo? pues sirviéndose de esa tosca y tan antigua estrategia como es la de “dar una patada hacia delante”, ¿o qué podría significar si no una gestión sin solución?

Así las cosas, y con todo, es esta misma operación (dar una patada hacia delante) la que también dan por hecho quienes, a día de hoy, comparten mesa y mantel en eso de Ferreras. Porque cualquiera que sintonice estos días su televisión, apelando al número seis de su mando a distancia, podrá percibir con más detalle la rendición que el Ministro nos viene anunciado: el problema de la inmigración son unas leyes racistas que no buscan una correcta redistribución, provocando por ello problemas actuales como son la saturación de las islas Canarias, Ceuta o Melilla”.

Tendrán que reconocer ahora que lo extraño de estas palabras (para más señas, las de Antonio Maestre) no es tanto el aceptar sin más, de un día para otro, el problema antaño anunciado para estas regiones españolas sino que, simultáneamente, se niegue que un marrón de igual calibre pueda suceder en territorio peninsular. Y hete aquí ese pateo hacia delante del que venimos hablando porque, dando por hecho que no hace falta llenar la península para saturar ciudades y barrios, ¿podremos elaborar, llegado el caso, unas “leyes no racistas” que redistribuyan inmigrantes a otros países? ¿Y si no podemos (por lo absurdo de legislar en tierra ajena) quién será el racista entonces, nosotros o el vecino?, ¿acaso importará quién lo sea cuando la capa basal española alcance su óptimo de Pareto? En otras palabras, ¿cómo se gestionará un problema cuando, careciendo de otra península, nos sea imposible por la vía de los hechos reiterar la operación misma de redistribuir? Otra cosa no, pero quizá ahora podamos entender en qué consiste ese concepto tan refinado a lo Errejón del que nuestro presidente hacía gala allá por Mauritania, el de “inmigración circular”: la rotación por el país de cuantos vaguen por nuestras calles a fin de no ver siempre las mismas caras.

Y fíjense que no estamos hablando en esta ocasión de los problemas delincuenciales que corrobora el mismísimo Ministerio del Interior (incluso con las trampas que se hacen al solitario contabilizando datos) sino de los problemas puramente técnicos que impiden operar a un Estado con toda esa buena gente que llega a nuestras costas. De ahí que solución, lo que se dice solución… ya no la haya según nos dicen. Tengan por seguro que esto es lo más sincero que el señor Albares haya dejado salir de su boca alguna vez porque, la tan ansiada integración enarbolada años atrás como solución al problema, requiere de instituciones (no solo culturales) capaces de insertar socialmente a una cantidad creciente de individuos; unas instituciones que, al no poder crecer a igual ritmo, son las que ya no dan de sí: ni en Canarias, ni en la península más pronto que tarde. He aquí, y no el racismo español, aquello que impide dar con una solución capaz de integrar para, solo después, después gestionar. ¡Touché,  José Manuel!

PD: quizá el principio de la solución comience por operar fuera de nuestras fronteras, a fin de poder gestionar entonces de puertas para dentro lo que, por sí mismo, se deje manejar.

Santiago Benito