En su vertiente más jurídica, un gigante del humanismo occidental, San Agustín de Hipona, sentenciaba que: “lo que diferenciaba a un Estado o comunidad política organizada de un grupo de malhechores era la referencia en su actuación a un ideal de justicia o bien común”. Los atributos coactivos del poder efectivamente no otorgan legitimación alguna.

San Agustín, probablemente el pensador cristiano más influyente del primer milenio, presenció en directo la caída del Imperio Romano, incluido el triste saqueo de la sagrada Roma del 410 por los godos de Alarico, y murió, sin rendirse, durante el sitio al que los vándalos de Genserico sometieron a la ciudad de Hipona. Sufrió, desde luego, un contexto político bastante triste y dramático. Su mundo se desplomaba por falta de valores y principios. Sus asertos eran profecías apocalípticas cargadas de dolor: “Ni Roma ni ningún Estado es una realidad divina o eterna, y si no busca la justicia se convierte en un magno latrocinio”.

Repasada la historia, ¿qué les parece? ¿en la España de hoy día, tenemos un gobierno o estamos en manos de un grupo de malhechores? Honestamente creo que más de lo segundo. Si me permiten vamos con tres señales de este retranqueo a los más elementales valores sociales y morales:

Primero.- La propia entronización del Presidente del Gobierno, por grupos que abiertamente desprecian cualquier fórmula de convivencia democrática entre españoles y nos condenan al enfrentamiento, fruto de un acuerdo clandestino, supongo que por lo vergonzoso.

Las consecuencias de tan ignominiosos acuerdos son veneno puro. Así, la ley de amnistía, que supone el quebranto del principio de igualdad ante la ley, la reforma de la ley de la seguridad ciudadana, propiciada ni más ni menos por quienes han alentado tradicionalmente la llamada kale borroka, esto es, el terrorismo callejero, o el pretendido “cupo catalán” que se vislumbra en contra de cualquier principio europeo de solidaridad fiscal, y que, de algún modo, convertiría a la mayoría de España en colonia de una parte privilegiada de la misma.

Segundo.- La abierta hostilidad con quienes no se arrodillan ante el Gobierno, fracturando cualquier división de poderes propia de las democracias constitucionales, no dejando otro camino que la sumisión, al más puro estilo del si bwana.

En este sentido, no hay reparo ni consideración de ningún tipo contra el supuesto adverso: ya sea el poder legislativo, ultrajado con la firme intención de seguir en el poder aún sin el concurso del mismo, el poder judicial, vilipendiado con una persecución sin precedentes que ha culminado en la interposición de querellas contra todo aquel que enoja la paz presidencial, y en general, cualquier poder independiente público o privado, zaherido si osa discutir los designios presidenciales, o siquiera perturbar sus dulces sueños monclovitas,

Tercero.- El reconocimiento de un Gobierno de no tener intención de llevar a cabo programa político alguno, en la inteligencia que se jactan abiertamente por boca de diferentes Ministros a los que les resulta indiferente aprobar o no unos presupuestos, porque lo único importante parece, una vez “trincado” el poder, conservarlo a toda costa sin mayor conciencia.

En este punto quiero recordar que los presupuestos son matemáticas, esto es, una relación de números que no admiten trampa ni cartón, que contienen recursos económicos, previamente aportados por la vía impositiva por los ciudadanos, perfectamente clasificados y ordenados para llevar a cabo las políticas por las que pidieron el voto en su día en las elecciones. Por descontado, si no se presentan ni tan siquiera, la podredumbre moral es superlativa, al reconocer que todo lo que se prometió era una engañifa.

Quiero terminar otra vez con San Agustín, un santo destacado por su amor infinito a la fe basada en una unión hipostática con la razón “Existe razón en la fe y fe en la razón”.

Lo que me dice la razón es que la alternativa a lo que tenemos no puede ser más de lo mismo, que venga con un lema parecido al de “somos el mal menor”. Las reformas tendrían que ser estructurales para aquilatar los cimientos de nuestro Estado de Derecho y no consentir que lo entreguemos, en la terminología agustiniana, al mencionado grupo de malhechores.

Tengo fe en que así lo perciban los españoles. Lucharemos por nuestros valores y principios hasta el final. No les quepa la menor duda.

 

Alberto Serrano Patiño.

Ex Concejal del Ayuntamiento de Madrid. Funcionario de Carrera. Letrado. Docente de vocación