España contra España, o el coste político de hacer negocios en Marruecos

19/12/2025

Parece ser que, tal y como indican algunas encuestas, los españoles cada vez perciben más a Marruecos como un peligro. Seguramente por ello en los últimos años se han generalizado las críticas –justificadas– a las maniobras de Marruecos en distintos frentes contra España: presión migratoria, disputas territoriales, instrumentalización de acuerdos económicos o uso estratégico de su posición geográfica. Sin embargo, hay un aspecto menos tratado y, quizá por ello, más incómodo: el papel que desempeñan determinadas empresas españolas en la consolidación de esa asimetría, cuando hacen negocio en Marruecos aun a costa de perjudicar directa o indirectamente, intencionalmente o no, a la propia España.

Ahora bien, y conviene aclararlo desde el inicio, lo que vamos a desarrollar ahora no es un intento de reprochar que las empresas busquen beneficio. Esa es su lógica específica y nadie sensato lo discute. Si las empresas no buscan siempre el máximo beneficio no harían lo propio de su condición institucional. El problema surge cuando ese beneficio se obtiene mediante prácticas que falsean el mercado, debilitan sectores estratégicos españoles o aprovechan la pasividad del Estado para operar contra la base productiva nacional. En ese punto, la cuestión deja de ser empresarial y se convierte en política en sentido estricto, cuando no en geopolítica. Y es que una de las confusiones más habituales en este debate consiste en exigir a las empresas comportamientos «patrióticos». Ese planteamiento, a nuestro juicio, es erróneo si no se plantea bien. ¿Por qué? Porque entendemos que las empresas –nos referimos a las empresas del sector privado, no del público– no están diseñadas para garantizar la eutaxia del Estado, sino su propia supervivencia y rentabilidad. De modo que han de ser las instituciones gubernamentales y estatales las que garanticen que la actividad empresarial privada beneficie, en la medida de lo posible, la eutaxia estatal. Así pues, el error no es que actúen conforme a esa lógica, sino que el Estado no articule mecanismos para alinear el interés privado con el interés nacional.

Cuando esa alineación falla, el mercado –ese ente que parece perfecto en las ensoñaciones liberales y un monstruo en las pesadillas anticapitalistas– no corrige nada, porque simplemente lo que ocurre es que se desplaza la actividad empresarial, la inversión y la capacidad productiva hacia donde encuentra menos resistencia. Marruecos lo ha entendido perfectamente. España, en cambio, parece seguir instalada en una concepción ingenua del libre comercio, como si los intercambios económicos se produjeran en un vacío político.

Uno de los fenómenos más graves de esto que comentamos –y menos visibilizados– es el fraude de origen, especialmente en el sector agroalimentario. Porque, de nuevo, el problema no está en importar productos marroquíes, lo cual es legal, sino en venderlos como españoles, falseando el etiquetado o la documentación de trazabilidad. Son muchos, aunque informados con gran opacidad, los expedientes administrativos por reetiquetado de productos procedentes de Marruecos vendidos como españoles, particularmente en provincias como Almería. Estos casos no son rumores ni anécdotas, sino que está publicado en prensa –con gran opacidad como decimos, ya que se dice el pecado pero no los pecadores– y han dado lugar a actuaciones oficiales. El daño aquí es múltiple. Porque se engaña al consumidor, se hunden los precios en España y se perjudica a los agricultores españoles que sí cumplen las normas. Además, se degrada la propia «marca España», convertida en una simple etiqueta comercial sin respaldo real. Cuando el origen deja de ser fiable, el mercado deja de ser transparente y la competencia se vuelve destructiva.

Este problema se agrava cuando entra en juego el Sáhara Occidental, territorio ocupado por los marroquíes. La jurisprudencia europea ha sido clara al respecto: el territorio saharaui no forma parte de Marruecos y, siendo ya grave que Marruecos explote un territorio que es suyo por ocupación, se indicó en sentencia que su origen debe indicarse de manera diferenciada en el etiquetado para no inducir a error al consumidor. Sin embargo, existen intentos recurrentes, apoyados por la misma Comisión Europea –cada día más autoritaria– de diluir esa distinción mediante fórmulas administrativas ambiguas. El resultado es el mismo: ventaja ilegítima y mercado falseado. Pero aquí España debería mantener una posición firme, no por razones ideológicas, sino por una razón elemental de política económica: sin claridad de origen no hay manera de controlar el mercado regional de modo que no se perjudique a la economía española, como sucede.

Otro eje del problema es la deslocalización de capacidad productiva hacia Marruecos. En sectores como la automoción o el textil, empresas españolas han implantado plantas o cadenas de suministro en territorio marroquí. Podríamos citar casos, sin pretensiones de señalamiento, ya que no son los únicos, como el de Gestamp en Kenitra, o la creciente presencia de Marruecos en las cadenas de aprovisionamiento de grandes grupos textiles como Inditex. Todos ellos bien documentados y no se ocultan. Porque, como indicamos, todo ello es legal. Pero el análisis no puede quedarse ahí. ¿Por qué? Porque el efecto agregado de estas decisiones empresariales es una erosión progresiva de la base industrial española, especialmente cuando se combina con un entorno interno desfavorable: energía inestable y a menudo cara, inseguridad regulatoria, una burocracia infernal y ausencia de una política industrial coherente con una estrategia nacional.

Por eso, en este punto conviene introducir una precisión clave: este resultado no es sólo responsabilidad de las empresas, ya que muchas optan por Marruecos porque España no ofrece condiciones competitivas suficientes. Si producir en España resulta sistemáticamente más caro, más incierto y más complejo, el capital empresarial se mueve a donde tiene más ventajas. No por maldad, sino por pura racionalidad económica. El problema, por tanto, no es ya el lucro privado –que sin duda también se da–, sino la incapacidad del Estado para generar un entorno en el que ese lucro pueda obtenerse sin destruir capacidad productiva nacional.

Existe, además, un riesgo menos visible pero igualmente relevante, y no es otro que el de invertir en Marruecos y perder el control efectivo de la inversión. Cosa que ha sucedido en multitud de ocasiones desde la década de los 70. Eso sí, no siempre hay expropiaciones formales, porque a menudo el proceso adopta formas más sutiles, ya que se emplean bloqueos administrativos, cambios regulatorios, dependencia de permisos, presiones institucionales o se impone la necesidad de renegociar en condiciones asimétricas. El arbitraje internacional iniciado por el grupo Marina d’Or contra Marruecos por proyectos inmobiliarios frustrados en Rabat y Tánger es un ejemplo real de este tipo de conflicto. No se trata tampoco de convertirlo en norma general, eso sería perjudicial para el mismo Marruecos, sino de reconocer que el riesgo político y económico existe y que los tratados de protección de inversiones no eliminan ese riesgo, sólo lo desplazan al terreno del litigio. Por ello desde una perspectiva estatal, esto debería llevar a una conclusión clara: la internacionalización empresarial no puede tratarse como una suma de operaciones privadas, sino como un fenómeno con implicaciones estratégicas para España porque, al margen de idealismos economicistas, la economía es política.

Un capítulo especialmente sensible es el de las infraestructuras estratégicas. Son muchas las empresas españolas que a lo largo de los años han participado en proyectos clave en Marruecos, como en la construcción de puertos que ahora rivalizan con los españoles. Uno de los más mediáticos y recientes es el de la gran desaladora de Casablanca, en la que está involucrada Acciona, o los contratos ferroviarios apoyados por financiación pública española. Estas operaciones se presentan como éxitos de internacionalización, y desde el punto de vista empresarial sin duda lo son. Pero la pregunta política es inevitable: ¿qué retorno estratégico obtiene España cuando contribuye a fortalecer infraestructuras clave de un Estado que, al mismo tiempo, compite con ella y ejerce presión en otros ámbitos? Si no hay una respuesta clara a esa pregunta, el riesgo es que la política de apoyo exterior se convierta en una forma indirecta de debilitamiento interno. Porque si fortaleces y financias a tu enemigo, no haces otra cosa que pegarte un tiro en el pie. Es algo tan obvio y básico como eso.

El sector pesquero ilustra bien la fragilidad de un enfoque que pretenda ser puramente económico. Los acuerdos entre la Unión Europea y Marruecos han sido anulados por el Tribunal de Justicia de la UE cuando incluían aspectos relativos al Sáhara Occidental sin el consentimiento requerido, ya que también en este sector Marruecos explota aguas ocupadas sin beneficio para los saharauis. Esto genera una inseguridad jurídica constante para las flotas y empresas afectadas. Por eso España debería dejar de claudicar y apoyar medidas en su propia contra, defendiendo en Bruselas una solución estable y jurídicamente sólida, pero mientras tanto necesita planes de contingencia internos que eviten que el sector quede rehén de decisiones judiciales previsibles pero políticamente mal gestionadas.

Y es que la cuestión acerca de cómo debería responder España no es baladí. La respuesta, eso sí, no puede ser moralista ni reactiva. Debe ser estructural, basada en una visión nacional. En primer lugar, se ha de realizar un control efectivo y férreo del origen: inspecciones inteligentes, sanciones disuasorias y trazabilidad real en sectores sensibles. Sin eso, cualquier discurso sobre soberanía económica es retórico. En segundo lugar, ha de adoptar una posición firme en la UE sobre claridad de origen, especialmente en lo relativo al Sáhara Occidental. Esto no se trata de hacer ideología, sino de proteger la competencia y al productor nacional. En tercer lugar, necesitamos una política industrial coherente y estratégica, la cual busque energía competitiva, estabilidad normativa, inversión en productividad y cadenas de valor. Sin estas condiciones, la deslocalización seguirá siendo racional. En cuarto lugar, sería preciso establecer una condición para las ayudas y compras públicas: el Estado no puede financiar su propia descapitalización. En una política pública sensata, cosa a la que no estamos acostumbrados, el apoyo público debe estar ligado a compromisos verificables de mantenimiento de capacidad productiva en España. Y, finalmente, es preciso una estrategia exterior económica estratégica: cuando España apoya la internacionalización de sus empresas, debe hacerlo con criterios estratégicos claros y retornos definidos o no hacerlo.

Y es que la economía española y la «marca España» no se defienden con discursos ni con propaganda. Se defienden con normas, controles y estrategias nacionales. Mientras se permita que la marca España se use simplemente como simple etiqueta comercial, mientras se tolere el falseamiento del origen y mientras no se establezcan las condiciones ventajosas para producir aquí, el problema no será Marruecos. El problema será una España que ha renunciado a pensar su economía en términos políticos. Y eso, en el contexto geopolítico actual, es un lujo que no nos podemos permitir.

Emmanuel Martínez Alcocer.

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