La política española está a punto de sufrir un «stendhalazo» del que no se va a poder recuperar. Desde que el ya casi olvidado Iván «in my opinion» Redondo puso un pie en Moncloa, las palpitaciones, los sudores, las alucinaciones, la ansiedad, en fin, un torrente de emociones tomó al asalto la política española haciéndola rehén de un sentimentalismo absurdo.

Se podría decir que el cénit de los sentires se alcanzó el día en el que el presidente del Gobierno abandonó sus responsabilidades laborales con el pretexto de ser «un hombre profundamente enamorado de su mujer». No enamorado, no, profundamente enamorado, palabras que pronunciadas en aquella coyuntura, a la que se pretendía dar una vis intensamente dramática, recordaban más al famoso cuadro de Leonardo Alenza, «Sátira del suicidio romántico», que al sufrimiento de un hombre ahíto de amor y embriagado de adoración por su esposa.

Cuando Iván «in my opinion» Redondo comenzó a tener cierta visibilidad, se hizo viral un vídeo en el que daba la pista sobre lo que sería el pilar de su consejería. En dicho vídeo, parafraseaba la famosa sentencia de James Carville y espetaba al auditorio un «son los sentimientos, estúpido».

Y sobre los afectos y las pasiones decidió que pivotaría la política de Moncloa. No hace falta, afortunadamente, ser politólogo o consultor político para saber que los sentimientos han sido una herramienta excepcional a lo largo de toda la Historia para excitar los ánimos del personal y que esa excitación no ha de ser confundida en muchos casos con error alguno, porque a veces en la vida hay que hacer como dice Loquillo: ser gente que resuelve sus problemas de forma natural, para qué discutir, si puedes pelear. No se excite todavía, querido lector, que no estoy llamando a coger las armas… Sin embargo, aun cuando no se deba desterrar el sentimentalismo de la cosa pública, es bien sabido, como muchas veces ha dicho el filósofo Gustavo Bueno, que no se gobierna con ética, sino con política.

Y en esas anda la política española, sintiendo a raudales, descontrolada, a un pasito del desmayo, según dicen desde Moncloa, en un mar de fango, fachas, bulos y ultraderecha. No se atreva usted a sentir algo que no sea un asco tremendo por toda la fachosfera, no sé, se me ocurre, sentir algo parecido a un cierto apego a España o un tímido orgullo de ser español fuera de la celebración de cualquier cita deportiva, ¡ni se le ocurra!

Los escándalos de corrupción (su amada esposa, su hermano, su ex secretario de organización, Aldama, Koldo, Tito Berni, no se olviden de Tito…), los abusos legislativos de la mano de toda la banda secesionista y la inoperancia ante situaciones dramáticas (el volcán de la Palma o la tragedia de Valencia) han colocado al Gobierno de Sánchez y a su partido en una posición extraordinaria, fuera del orden común, y tan asombrosa es la situación del Ejecutivo, como insólita su respuesta: una gran campaña orquestada desde todos los poderes del Estado, especialmente el judicial, para desprestigiar la persona del número uno. Y no importa que la propia presidenta del Tribunal Supremo y el CGPJ, tan alabada en su nombramiento por ser mujer, alabanza terriblemente machista, ligada a eso que se conoce como el «sector progresista», enmendara la plana, sin citar, al mismísimo Pedro Sánchez, hace tan solo unos días, recordando que la independencia del poder que representa y que las presiones son inaceptables. No importa porque el Gobierno de España sufre, siente dolor. Premisa esta tan ridícula e inaceptable como la de que un hombre sea mujer porque así se siente. 

Si a esta estrategia emocional se responde con más sentimientos el resultado es absolutamente impredecible, pero con seguridad no será un resultado estable, porque los ánimos de la gente son tan variables como veletas y si no me creen, recuerden eso de que del amor al odio va un paso. Decía Spinoza que solo es libre quien se guía por la razón: o nos armamos (ahora sí les llamo a las armas) con argumentarios racionales o den ustedes la batalla por perdida.

Sharon Calderón-Gordo