Recuerdo aún aquella tarde de invierno en clase de latín, cuando una compañera, con la vehemencia propia de sus dieciséis años, nos arengó sobre los crueles padecimientos de los niños catalanohablantes, privados de enseñanza en su lengua materna. Allí, en medio de la clase, con permiso de la profesora, tomó la palabra y nos puso a todas las alumnas los pelos de punta con la lectura de un manifiesto que describía exhaustivamente las múltiples desgracias que sobrevenían a aquellos pobres niños. Casi nos hizo llorar. Acabamos todas firmando el manifiesto.
Era a finales de los setenta, cuando la dictadura franquista exhalaba ya sus últimos estertores y una juventud idealista anhelaba ansiosamente el advenimiento de la libertad. Por aquel entonces, el venerado comunista catalán, Josep Benet, miembro de la Entesa del Catalans y senador desde 1977 a 1982, escribía esto en su libro Combat per la Catalunya autónoma:
“Hoy nuestros hijos desconocen su idioma, porque en nuestras escuelas solo se enseña el castellano. Esto constituye un crimen: lo primero es la infracción cometida con nuestros derechos como ciudadanos. Se nos arrebata el derecho a conocer nuestro idioma, se nos niega el derecho a aprender con él (…). Pero hay aún un segundo crimen, que resulta peor por inhumano: se tortura a nuestros niños durante los primeros años de escuela aprendiendo en una lengua que no es la materna”.
Muchos de los hijos de los trabajadores que llegaron a España en la década de los cincuenta formábamos también parte de aquella juventud ávida de democracia y libertad de finales de los setenta, y no podíamos sino conmovernos ante las estremecedoras injusticias denunciadas tanto por vehementes estudiantes como por respetados senadores. La cierto fue que nos lo creímos hasta el punto de arriesgar generosamente nuestro pellejo corriendo perseguidos por los grises (así se denominaba entonces a la policía de Franco) para que, entre otros nobles objetivos, los niños catalanohablantes pudieran estudiar en su lengua y librarse de tales padecimientos. Alguna que otra porra policial cayó sobre nuestras espaldas por defender los derechos de aquellos niños.
Lo que, ingenuos, nunca imaginamos era que, con los años, aquellos que clamaban contra tamaña injusticia iban a perpetrar el mismo crimen del que hablaba horrorizado Benet, pero ahora contra los niños que hablan español. No sé si es que no se acuerdan de lo que entonces reclamaban o si es que nosotros, pobres e inocentes pardillos, no llegamos nunca a entender que, cuando reivindicaban el derecho inalienable a estudiar en la lengua materna, solo se referían a la lengua materna catalana; que el crimen dejaba de ser tal para convertirse en un tesoro de cohesión social cuando los obligados a estudiar en una lengua que no es la suya son los niños hispanohablantes.
Y así es como hemos llegado a la historia de un niño de cinco años, acosado y amenazado en Canet de Mar, por cometer sus padres el terrible pecado de ejercer su derecho a exigir que reciba algunas horas de clase en su lengua materna, el español, lengua oficial y mayoritaria en Cataluña (nunca perdamos de vista este dato). No ha sido el primero este niño ni será probablemente el último. Antes que él, en Mataró, en Balaguer, en Castelldefels… otros niños y otros padres fueron también señalados e insultados, hasta el punto de tener que renunciar a hacer efectivo su derecho, sacar a sus hijos del colegio, e incluso cambiar de residencia. Pero nunca como ahora la virulencia de los ataques contra una indefensa criatura de tan solo cinco añitos había logrado trascender a la opinión pública y concitar tanto rechazo. Y eso sucede en clamoroso contraste con la impasible actitud de nuestro Gobierno, incapaz de atreverse a condenar el acoso y mostrar rotunda solidaridad con la familia agredida por miedo a perder el apoyo de sus socios separatistas.
Quizá este cambio se deba al modo descarnado, sin rubor alguno, en que ese sector nacionalista de la sociedad catalana exhibe ahora su fanatismo y odio. La cuestión lingüística se ha convertido para algunos en el último baluarte después del estrepitoso fracaso del intento de secesión. Además, opera en ellos, o más bien en las élites que dirigen y mueven los hilos de la masa fanatizada, el temor a que el número de los que reclaman español en las aulas se multiplique, sobre todo a raíz de la sentencia del TSJC que insta a respetar un porcentaje mínimo del 25% de horas lectivas tanto para el catalán como para el español. Piensan, quizá, que, amedrentando a las familias con hacer sufrir a sus hijos por su atrevimiento, podrán frenar esas demandas.
Naturalmente, junto a las burdas amenazas, el nacionalismo se ha preocupado de tejer a lo largo de todos estos años un argumentario que sostenga y enmascare la injusticia de la inmersión obligatoria y la presente como todo lo contrario a lo que en realidad es. Los nacionalistas catalanes, como todos aquellos que comulgan con ideologías totalitarias, son expertos en transformar la realidad, en hacer pasar lo blanco por negro y lo malo por bueno. Así, afirman que no hay derecho a que un solo niño obligue a impartir seis horas de clase semanales, de un total de 25, en español, cuando todos los demás las quieren en catalán. Olvidan decir si se ha preguntado realmente en qué lengua quieren las clases al resto de padres del colegio y, sobre todo, omiten que el niño no tiene posibilidad de recibir enseñanza en español ni total ni parcialmente en ningún otro colegio, puesto que toda la oferta pública y concertada de la enseñanza catalana se rige por el modelo de inmersión lingüística obligatoria. Se olvidan también de mencionar que la conjunción lingüística o carácter vehicular de ambas lenguas oficiales es el sistema avalado por el Tribunal Constitucional y el Estatuto de Autonomía de Cataluña.
Obviamente, para que el resto de compañeros pudieran estudiar exclusivamente en catalán sin violentar los derechos del niño demandante, no cabría otra solución que habilitar distintas líneas de enseñanza, de acuerdo con las distintas opciones lingüísticas manifestadas por las familias. Pero esto tampoco satisface a los nacionalistas. Hay que entenderlos: ellos no es que quieran la enseñanza monolingüe en catalán para sus hijos, es que la desean especialmente para los hijos de los hispanohablantes, porque el objetivo de la inmersión no es, como se intenta hacer creer, el aprendizaje del catalán, para lo cual es evidente que no es preciso estudiarlo todo en catalán (y, menos aún, siempre todo), sino la sustitución del español por el catalán.
Ese y no otro es el verdadero objetivo de la inmersión obligatoria y de la tozuda oposición a dejar libertad de elección de lengua. Es por eso por lo que se exasperan cuando observan que, en los patios de los colegios y en la calle, los niños y los adolescentes siguen hablando en español. Hay que estar ciego para no advertir que lo que les importa no es el aprendizaje de ambas lenguas, ni siquiera solo el del catalán, sino la sustitución lingüística. Es la forma que tienen de compensar su debilidad demográfica: ya que el catalán posee escaso número de hablantes es preciso arrebatarle hablantes al español, hacer que cada vez más “charnegos agradecidos”, como Gabriel Rufián o la alcaldesa de Santa Coloma, Nuria Parlón, abandonen la lengua de sus padres para pasarse a hablar en catalán con sus hijos.
Para ocultar este antiestético objetivo, el de la sustitución lingüística, manejan principalmente dos argumentos: que la inmersión funciona, porque los alumnos catalanes acaban la enseñanza con un nivel de español por encima de la media española, y que produce cohesión social.
No discutan con ellos sobre el primero de estos argumentos. Si al final de los estudios los niños catalanes tienen igual, mayor o menor nivel de conocimientos de español que el resto de niños españoles no es la cuestión. Y no lo es básicamente porque no existen pruebas objetivas y generales en toda España que comparen los niveles de español de los estudiantes de distintas comunidades. Sí sabemos, en cambio, que los alumnos hispanohablantes de Cataluña tienen un abandono escolar superior a la media española y obtienen peores notas que sus compañeros catalanohablantes en todas las franjas socioeconómicas (véase el estudio sobre los efectos de la inmersión lingüística en los alumnos hispanpohablantes de Cataluña, realizado por los profesores Jorge Calero y Álvaro Cho): algo tendrá que ver en esto la privación del que es, según la UNESCO, el mejor instrumento de aprendizaje: la lengua materna. También sabemos que, de acuerdo con lo que el sentido común dicta, es difícil que dos escasas horas de aprendizaje en una lengua puedan conducir a su pleno dominio.
Lo fundamental, sin embargo, al margen de las objeciones que se puedan presentar a los supuestos o imaginarios logros pedagógicos de la inmersión, es que estudiar en español es sobre todo un derecho, independientemente de los resultados educativos. Un derecho que no tiene solo ni principalmente que ver con alcanzar mayor o menor competencia en esa lengua, sino también con la calidad comunicativa, con el vínculo afectivo que se produce cuando los contenidos de aprendizaje son transmitidos en la misma lengua que hablas en casa y refuerza la identificación del alumno con la escuela, el sentimiento de pertenencia a ella. Cierto que la dificultad de estudiar en otra lengua puede convertirse en un estímulo para estudiantes aventajados, pero para otros muchos con problemas de aprendizaje o psicosociales, acentuados por la falta de recursos económicos (que, en Cataluña, dato importante, afectan más a los hispanohablantes que a los catalanohablantes), este obstáculo puede ser insalvable.
El segundo argumento, el de la cohesión social es todavía, si cabe, más falaz. Claramente lo demuestra así la reacción suscitada en los nacionalistas por el caso de Canet: se niegan rotundamente a que se imparta ni siquiera una sola hora en español, demostrando de este modo su escaso aprecio por la lengua mayoritaria de los catalanes. ¿Qué cohesión social puede entrañar un modelo lingüístico que impone de modo totalitario la lengua de un 37% de catalanes y reduce a dos horas semanales, como máximo, y a partir solo de los seis años, la enseñanza en la lengua del 52% (datos de la misma Generalidad), como si de una segunda lengua extranjera se tratase? La verdadera cohesión solo puede sustentarse en la igualdad de derechos, no en la imposición de la lengua de unos y la exclusión total de la de los otros.
Y cuando por fin se quedan sin sus argumentos principales, el pedagógico y el social, recurren desesperados a otros dos tipos de pseudoargumentos comodines, contrapuestos y complementarios: el lacrimógeno y el supremacista.
El catalán se muere, dicen, intentando mover a compasión a todos los buenos catalanes y despertar en ellos la necesidad acuciante de protegerlo pese a quien pese, como si las lenguas estuvieran por encima de las personas y fuese lícito vulnerar los derechos de estas en beneficio de aquellas. Todas las lenguas nacen, crecen y mueren. Murió el latín y también morirán el español y el inglés. Es algo natural, que se puede dilatar en el tiempo, pero nunca evitar, y menos aún es lícito intentarlo a costa de los derechos de las personas. Hay otros métodos más nobles y democráticos, probablemente más eficaces, para conservar una lengua, como por ejemplo incrementar la natalidad de sus hablantes y dejar en paz a los de las demás.
Pero incluso el comodín del catalán en peligro de desaparición les delata, porque si realmente creyeran en la necesidad de salvar lenguas agonizantes, deberían preocuparse más por la lengua catalana en mayor riesgo de extinción: el aranés; sin embargo, en Arán no obligan a estudiarlo todo en aranés como sí ocurre en el resto de Cataluña con el catalán, lengua sin duda con mucho mejor estado de salud. Tampoco parece preocuparles mucho la supervivencia del catalán cuando algunas asignaturas se imparten en inglés. Se ve que solo el español es letal.
El segundo comodín, el supremacista, lo guardan para cuando ya están francamente desesperados y no se pueden reprimir. Entonces se acaban los buenos modales, los razonamientos, la argumentación más o menos sólida o el tono melodramático, y te espetan que el catalán, transfigurado de agonizante en soberano, es la lengua propia de Cataluña: aquí se habla catalán y punto, el español es solo la lengua de los colonos, te dicen. No importa la superioridad numérica de los hispanohablantes, porque el buen nacionalista no para mientes en esas minucias democráticas, para él lo único importante es el criterio diacrónico: sus abuelos y sus tatarabuelos llegaron antes a Cataluña y eso les confiere más derechos a ellos y a la lengua que heredaron de sus antepasados. Son los amos de la tierra.
Todo cuanto aquí he expuesto lo venimos diciendo desde hace muchos años, con distintos matices, los que luchamos por la igualdad de derechos lingüísticos en Cataluña sin que ningún Gobierno, ni el actual ni los que le precedieron, se haya dignado jamás a escucharnos y cumplir con su obligación inalienable de garantizar la enseñanza en español de todo niño en cualquier región de España; sin que tampoco la opinión pública española nos haya hecho nunca demasiado caso ni haya demostrado gran interés por conocer lo que pasa en Cataluña con los derechos lingüísticos. Ha tenido que llegar este niño de cinco años, vulnerable, indefenso, solo en toda la inmensidad de su inocencia frente a la turba de fanáticos acosadores que amenazan con apedrear su casa, con expulsarlo del colegio, con dejarlo solo en clase y hasta con arrebatárselo a sus “papis fachas” y meterlo en un orfanato, para que, por primera vez en muchos años, se nos escuche y se nos tome en serio.
Una imagen vale más que cien palabras, y la de este pequeño y solitario niño de cinco añitos, cual David frente a Goliat, acosado por todo un profesor de universidad, por un mozo de escuadra que porta armas, por padres desalmados que no dudan en atizar en sus propios hijos la semilla del odio y por toda la gigantesca maquinaria propagandística del nacionalismo, desvela mejor que cualquier sesudo discurso la infame mentira, esa que tanto les gusta repetir: que en Cataluña no hay conflicto lingüístico y que todos los catalanes apoyan la inmersión porque es un modelo de éxito educativo y de cohesión social.
Ojalá el sacrificio de esta valiente familia de Canet, héroes a su pesar, no sea en vano; ojalá que la sociedad catalana y también la española despierten de su modorra y se rebelen contra la terrible injusticia de un régimen lingüístico que no sé si será un crimen, como sostenía Benet, pero sí sé que es un atropello, una forma cruel de segregar a los niños en dos clases: los que tienen derecho a educarse en su lengua materna y los que son privados de ella para ser sometidos a la inmersión.
Por primera vez vislumbramos la esperanza de que David pueda vencer a Goliat.
Dolores Agenjo