La corrupción no es una mancha puntual en la gestión de un gobierno. Es el síntoma de una enfermedad más profunda: la disolución del Estado como expresión orgánica de una comunidad nacional y su conversión en empresa de intereses privados, partidistas y, en demasiadas ocasiones, extranjeros. Cuando el poder político ya no se ordena al bien común sino al beneficio de los suyos, lo que tenemos no es un gobierno es una mafia con apariencia de legalidad.
España sufre una metástasis institucional: Políticos que legislan para blindarse, asesores nombrados por afinidad más que por capacidad, contrataciones opacas, adjudicaciones a dedo, chiringuitos ideológicos y una administración hipertrofiada que responde más a cuotas internas de partido que a necesidades reales del país. Todo ello con una impunidad creciente, alimentada por la falta de controles, por la tibieza de los contrapoderes y por una ciudadanía cada vez más anestesiada.
En España, la corrupción no es un accidente, es un sistema. Desde las redes clientelares que parasitan las administraciones hasta el saqueo impune del dinero público mediante subvenciones ideológicas, colocaciones a dedo y comisiones encubiertas, lo que se ha instalado es un modelo estructural de impunidad para los leales y castigo ejemplar para los disidentes. La Justicia, que debería ser el último baluarte del ciudadano frente al poder, se ve a menudo reducida a una pieza más del engranaje.
Pero no basta con señalar al corrupto. El verdadero problema es que tenemos un Estado incapaz de protegerse de ellos. Instituciones sin capacidad de control real, órganos de fiscalización que actúan con años de retraso, una Justicia lastrada por la interferencia política y una administración pública que ha sido colonizada por la mediocridad. No es solo que haya corruptos, es que las estructuras que deberían impedir su avance están desbordadas o desactivadas.
Necesitamos instituciones fuertes, no tecnocracias blandas. La fortaleza de una Nación no se mide por la cantidad de leyes que promulga, sino por la solidez de sus estructuras, la dignidad de sus servidores públicos y la firmeza con que sus órganos actúan contra el delito y la deslealtad. Frente al desorden y la corrupción, lo que necesitamos no es más relativismo democrático ni más «resiliencia emocional», hace falta autoridad. Una autoridad legítima, respetada, que encarne la unidad del cuerpo nacional y restituya el principio de jerarquía, mérito y capacidad.
Y así, el ciudadano deja de creer. Porque, cuando los que mandan se saltan las reglas, los de abajo aprenden que cumplirlas es de ingenuos. Cuando no hay ejemplaridad, se hunde la autoridad. Y cuando se pierde la autoridad, todo lo demás cae: el respeto a la ley, la cohesión social, incluso la confianza básica que hace posible vivir en común.
Por eso, más allá de cambios de partido o promesas electorales, urge una reforma profunda del Estado. Instituciones fuertes, independientes, con mecanismos eficaces de control y castigo. Servidores públicos formados, elegidos por méritos, no por fidelidades. Reglas claras, estables, aplicadas con rigor. Porque sin un andamiaje institucional firme, el país queda a merced del oportunismo, del sectarismo y del saqueo.
Pablo Pérez Merino