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Desde luego que la elección de Donald Trump como presidente del imperio realmente existente no ha dejado indiferente a nadie. Es el hombre del momento. Para algunos es un peligro, otros lo dejan en populista, para algunos es una bendición y para otros muchos el mismo demonio. Sea como fuere, acapara gran parte de la atención nacional e internacional. Su famosa propuesta sobre el (ya existente) muro con Méjico —punta de lanza del mundo hispano, nuestro mundo— ha causado más que revuelo, pero su última medida que prohíbe la entrada de inmigrantes de siete islámicos países parece que ha reventado todas las ampollas. Incluso ha provocado unas declaraciones del presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, que tampoco han dejado de provocar cierto asombro. En concreto ha afirmado: «Yo no estoy a favor ni de los vetos ni de las fronteras, ni creo que el mundo vaya a caminar en esa dirección, por tanto, espero que en el futuro esto se arregle y nos situemos todos en una situación de normalidad».

La cuestión es, ¿cómo un presidente de una nación, definida, defendida y recortada, también, por sus fronteras, puede manifestar que no está a favor de las mismas? Estas manifestaciones, más propias de un pensamiento Alicia a la Zapatero, si son dichas con convencimiento, hacen saltar las alarmas sobre la idoneidad de quien preside nuestra nación. Revelan un panfilismo, o si se prefiere, una ausencia de realismo, alarmante. En primer lugar, introducen al presidente innecesariamente en un debate que, como se ha señalado antes en estas páginas, es más ruido que otra cosa. Y en segundo lugar, muestran que el presidente del Gobierno olvida que las naciones políticas requieren de una capa cortical en torno a su capa basal, capa que constituye e incluye una frontera que debe ser defendida para poder mantener su eutaxia, esto es, su buen orden y existencia en el tiempo. Y debe ser defendida tanto de invasiones militares de otras naciones como, por ejemplo, de la inmigración ilegal o el tráfico de personas que algunas mafias realizan. Inmigración ilegal o mafiosa que puede ser, aunque de a poco y de forma mucho más sutil, un ataque y un peligro para la nación que recibe esos inmigrantes irregulares.

Está claro que España, en pleno suicidio demográfico —nación con una de las menores tasas de natalidad del mundo y de las más envejecidas— requiere de inmigración. La necesita. Pero de una inmigración controlada y legal, esto es, una inmigración que tenga permiso para traspasar esas fronteras. Por otro lado, España está situada en un lugar geográfico de alta importancia estratégica a nivel geopolítico. Y en concreto, su frontera sur, lindante con el norte africano, islámico, requiere de un especial cuidado. Por eso, como dijo hace pocas semanas la ministra de defensa, las actuaciones del ejército español fuera de sus fronteras en dichas zonas es de capital importancia para la seguridad interna del país.

Siendo así, desde DENAES no podemos dejar de pensar y señalar que el presidente del Gobierno, con tales declaraciones, no hace precisamente un bien. Son ciertamente imprudentes y desajustadas. Porque si de verdad cree lo que dice, es un peligro al olvidar todo lo dicho. Y es que el mundo, como están avisando los últimos sucesos electorales y bélicos, sí que marcha en esa dirección, en la de las fronteras y vetos —otra cosa es que esto sea lo mejor o no—. Pero si no las cree —lo cual nos inclinamos a pensar— es todavía peor, pues no son más que una cínica y oportunista declaración. Declaración que, además, pisa en el terreno de una nación —e imperio— sobre la que no se tiene derecho alguno. Se esté de acuerdo o no en sus medidas.

Fundación para la Defensa de la Nación Española.