Además de la inmersión lingüística en lenguas vernáculas, los sediciosos antiespañoles utilizan de un método ya usado históricamente en otros lugares del mundo y particularmente de Europa: renombrar en sus lenguas minoritarias todo tipo de topónimos y nombres propios, para lograr su diferenciación por la vía de hechos consumados


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Hace ya cinco años, Jesús Laínz, historiador muy riguroso que ha analizado el origen y desenvolvimiento de los separatismos en España en obras tales como Adiós España. Verdad y mentira de los nacionalismos (2004), La nación falsificada (2006), publicó Desde Santurce a Bizancio. El poder nacionalizador de las palabras (2011), donde el autor montañés nos abrió los ojos y puso en contexto el fenómeno separatista que desde hacía más de cien años amenazaba tanto la unidad como la identidad de la Nación Española. Lejos de ser una suerte de peculiaridad de una España secularmente dedicada al conflicto y al desorden (las Dos Españas de Antonio Machado, dirán algunos), el fenómeno de inmersión lingüística artificiosa y de transformación de la realidad a través de la manipulación de los nombres era ya una cosa muy común en el resto del mundo, y especialmente en la idealizada Europa. Prototipo de esta creación artificiosa de nombres y fronteras, afirma Laínz, fue la leyenda de una imaginada patria, Poldavia, que surgió en los corrillos en los que se forjó el Tratado de Versalles de 1919, donde la partición de Europa tras la Gran Guerra dejó casos tan palmarios como el surgimiento de Checoslovaquia, cuyos tres millones de alemanes, que vivían en los denominados «Sudetes», fueron anexionados por Alemania en los prolegómenos de la Segunda Guerra Mundial.

Desde los tiempos más arcaicos, pasando por la colonización de Irlanda a cargo del imperialismo británico, y la consecuente inmersión en el inglés en sustitución del tradicional gaélico, y llegando a la explosiva mezcla fronteriza producto del fin de la Guerra Fría y la caída del bloque soviético, con casos tan palmarios como el de Ucrania, donde el ruso hablado por la población ha ido siendo desplazado, gracias a la brutal ingeniería lingüística usada para imponer el ucraniano a toda costa. No por casualidad, en el año 2009 el entonces entrenador del Fútbol Club Barcelona y hoy principal adalid del separatismo catalán fuera de nuestras fronteras, José Guardiola, afirmó en la rueda de prensa posterior al partido jugado en la hoy asediada ciudad de Donetsk, que «Cataluña es un país con lengua y cultura propia», a propósito de unos periodistas locales que le preguntaron por qué usaba el catalán en sus interlocuciones, y que le aplaudieron alborozados, pues le consideraban un aliado y defensor de una causa análoga.

Y es que este constante ir y venir de nombres, topónimos y fronteras tan común a Europa, fue ajeno a la Nación Española durante siglos. Una vez acordada la unión de reinos con el matrimonio de los Reyes Católicos Fernando e Isabel en 1469, España gozó de una paz envidiable dentro de sus fronteras, producto sin duda del apogeo imperial que vivió en sus años de predominio en el mundo, ajena a guerras de religión y conflictos territoriales hasta el siglo XIX. Fue justo entonces cuando, tras la descomposición del Antiguo Régimen, surgirán los movimientos de derecha primaria opuestos al liberalismo decimonónico, y de los primeros los separatismos antiespañoles, que aprovechando la denominada «crísis de 1898», iniciarán un activismo frenético siguiendo esta misma estela de las tendencias europeas: ideología supremacista racial de los catalanes, considerados arios frente a los «infrahombres mesetarios», como afirmó Pompeyo Gener en el cambio del siglo XIX al XX, inmersión lingüística en lenguas vernáculas pasadas por los infames laboratorios sediciosos que ignoraban la propia estructura de las auténticas lenguas tradicionales, para que los escolares fueran imbuidos en el artificioso eusquera o catalán que nadie habla, &c.

Sin embargo, la ofensiva secular de los separatismos que postulan la destrucción de la Nación Española en su horizonte final, también se ha materializado en una tendencia ya señalada por Jesús Laínz: la traducción a la lengua vernácula de nombres (recordemos la genealogía que Jon Juaristi señaló de los artificiosos nombres vascos, tales como Gorka en lugar de Jorge, Iker en lugar de Enrique, Uxue en lugar de Paloma, &c., que hoy lucen las generaciones de españoles más jóvenes), de topónimos varios de nuestar geografía nacional, e incluso la traducción de apellidos, ya no sólo por petición expresa de los involucrados, sino de manera automática por parte de las administraciones públicas.

Así, no resulta raro ver en la Administración de Justicia de Cataluña renombrar a personas como Yolanda Hidalgo a Yolanda de Gentilhome, los nombres de Dolores o Lidia convertidos en Dolors y Toreja o los genticilios Navarro y Soriano que pasen a denominarse Navarrès y Sòria. Asimismo, las localidades catalanas, vascas y de otros lugares de nuestra geografía son renombradas en esta neolengua para que desaparezca cualquier atisbo de españolidad: Gerona y Lérida son ya desde hace décadas Girona y Lleida, Vitoria se denomina Gasteiz; incluso ciudades como Bilbao, donde el eusquera no se habla para nada, se denomina como Bilbo; Pamplona y Alicante, que los sediciosos fabulan ser parte de sus delirantes Euskal Herria y Países Catalanes, respectivamente, son denominadas como como Iruña y Alacant [sic].

Por el contrario, cualquier intento de españolizar unos artificiosos nombres usados por estos singulares sediciosos, es visto como una suerte de aplastamiento de sus legítimos derechos. Recordemos como José Luis Carod Rovira, el adalid de ERC durante la etapa de gobierno del nefasto Presidente Zapatero, acudió al programa de TVE «Tengo una pregunta para usted», donde una serie de ciudadanos escogidos al azar preguntaban a mientros de la clase política por diversas inquietudes. Cuando uno de los participantes nombró a Rovira como José Luis, éste se revolvió indignado y molesto, diciendo que «yo soy Josep Lluis, aquí y en la China». Igualmente, si alguien nombra como Lérida o Gerona (tal y como vienen haciendo en estos últimos años algunos medios de comunicación, que ya no comulgan con el respeto a semejante renombramiento de los topónimos en lenguas vernáculas) a sus adoradas Lleida o Girona, prorrumpen en airadas protestas. Sin embargo, los sediciosos catalanes no tienen ningún empacho en renombrar a las españolísimas Zaragoza y Huesca como Saragossa y Osca.

Desde la Fundación Denaes denunciamos este progresivo renombramiento de topónimos de nuestra Nación en lenguas vernáculas, de forma totalmente artificiosa y ajena a la propia etimología e historia de estas localidades, así como al constante arrinconamiento de la lengua española, la común a toda nuestra Nación, que la Administración española en estas regiones de España detentadas por sediciosos, viene realizando sin que los sucesivos Gobiernos de España hayan tomado medidas verdaderamente eficaces al respecto.

Fundación Denaes, para la Defensa de la Nación Española.