Conferencia pronunciada por el Vicepresidente del Parlamento Europeo, Alejo Vidal-Quadras, el 18 de junio de 2010 en la Asociación Navarro Reverter de Segorbe


Han transcurrido treinta y dos años desde que los españoles aprobaron en referendo la Constitución vigente, que, entre otros cambios trascendentales, transformó radicalmente la estructura territorial del Estado. España, que desde mediados del siglo XIX, había sido un país altamente centralizado en lo político y en lo administrativo, pasó a ser uno de los Estados más descentralizados del mundo. Esta mutación cuantitativa y cualitativa respondió a dos motivaciones, una de carácter político y otra de índole práctica. La primera consistió en intentar dar respuesta a las reivindicaciones de los nacionalismos catalán y vasco, que tantos conflictos habían causado a lo largo del siglo XX. La segunda obedeció a la idea de que una aproximación de los centros de decisión y de gestión de la cosa pública a los ciudadanos contribuiría a crear una administración más ágil y más eficiente, además de proporcionar un instrumento valioso de dinamización de la sociedad y de generación de riqueza. Tres décadas después del inicio de este nuevo camino, parece adecuado hacer un balance de lo conseguido en función de los dos propósitos que lo inspiraron y de evaluar el coste de tan ambiciosa operación a la luz de los resultados obtenidos. Resulta muy necesario llevar a cabo este análisis de forma desapasionada y objetiva porque la organización del Estado no es un asunto que pueda dirimirse a partir de dogmas ideológicos ni debiera enfocarse en la agitación de las exaltaciones emocionales. Francia es tan democrática como Alemania y Suecia tan democrática como Austria, a pesar de que la distribución del poder político y administrativo entre los niveles local, regional y nacional de estos socios nuestros en la Unión Europea presenta fórmulas muy diferentes. Nuestro vecino del norte se rige todavía por un peso preponderante de las instancias centrales localizadas en Paris, mientras que en Alemania y Austria los Länder detentan numerosas y amplias competencias, y en Suecia, planteamiento que sería considerado casi sacrílego por una parte de la clase política española, las dos fuentes de poder son el gobierno central y los entes locales en sus varias configuraciones, sin un estrato intermedio equivalente a nuestras Comunidades Autónomas. Por tanto, nuestro Estado de las Autonomías fue simplemente una opción posible, no el cumplimiento de un deber sagrado, y el hecho de que los nacionalistas lo vean como el vehículo hacia la obligada satisfacción de sus exigencias identitarias y como el indispensable tributo a sus particulares ensoñaciones históricas, no implica que los demás españoles estemos obligados a compartir sus obsesiones, aguantar sus neurosis y pagar sus caprichos.

A lo largo de los últimos veinte años, como es sabido, he reflexionado, hablado y escrito abundantemente sobre el nacionalismo identitario y los enormes daños que nos causa. Mi posición en este ámbito está recogida en una serie de libros y en numerosos artículos en los que he examinado los nacionalismos de identidad desde una perspectiva ética, política, cultural y social. No voy a reiterar aquí esta noche lo que he tratado tan extensamente en el pasado. Lo que me propongo en esta ocasión es esbozar junto con ustedes una aproximación crítica al Estado de las Autonomías, tal como lo hemos desarrollado desde 1978 hasta desembocar en el tinglado ineficiente, disfuncional y carísimo que padecemos en la actualidad. Voy a prescindir por consiguiente de elementos políticos, axiológicos o filosóficos, para centrarme en lo estrictamente pragmático y tangible, elección que en esta etapa de crisis económica devastadora parece la más conveniente y urgente.

Empecemos por repasar algunas cifras, que en su desnuda asepsia, nos ayudarán a situarnos.

Es bien conocido que España ha sido forzada por la Comisión Europea y el Consejo Europeo a un severo programa de ajuste de sus cuentas públicas destinado a reducir el déficit en ocho puntos entre 2010 y 2013. La alternativa a este doloroso proceso es la quiebra del Estado, la ruina de todos los que estamos en esta sala y del resto de nuestros compatriotas, la depresión profunda de nuestra economía durante largo tiempo e incluso el derrumbe del euro. No es extraño que ante semejante panorama el ministro de finanzas alemán, Wolfang Schauble, le exigiera a gritos a Elena Salgado en una reunión del Eurogrupo el pasado 8 de mayo el compromiso inmediato de actuar sobre las pensiones y sobre el sueldo de los funcionarios, imposición a la que Zapatero se plegó pocos días después. El plan de estabilidad presentado inicialmente por el Gobierno español ante las autoridades comunitarias contemplaba que las Comunidades Autónomas ¡incrementaban! su déficit en 2010 y 2011 un punto por ejercicio para elevarlo del 2.2% del PIB que se registró en 2009 al 4.2%. En paralelo, el Gobierno central rebajaba el suyo desde el 9.5% de 2009 al 2.5% en 2011. No se puede dar una muestra más clara de dónde se encuentra el origen del despilfarro en nuestro país. Tras sucesivas presiones de Bruselas y la última decisión tomada hace tres días, el déficit autonómico en 2011 quedará en el 1.3%, que sigue siendo considerablemente oneroso teniendo en cuenta el grado de incontinencia previo. La deuda de las Autonomías era de 26800 millones de euros en 1995 y ha subido sin cesar hasta los 86200 en 2009. En cuanto al endeudamiento de las empresas públicas dependientes de las Comunidades Autónomas ha ascendido desde 1700 millones en 1995 a 15400 al cerrar 2009. Hay otro dato que sobrepasa los límites del escándalo: desde que afloró la recesión a mediados de 2007 las Comunidades han aumentado sus plantillas en 190000 empleados, mientras en el sector privado se destruían 1800000 puestos de trabajo. Pero nuestra capacidad de asombro sigue sometida a dura prueba cuando comprobamos que el gasto en personal de las Comunidades Autónomas el año pasado se presupuestó en 55300 millones de euros, mientras que la liquidación final según la contabilidad del Estado fue de 76100 millones. ¿Cómo se explica tan inaudita desviación? Muy sencillo, el montante definitivo incluye los organismos y empresas externas que no figuran en el organigrama de la Administración autonómica propiamente dicha. Esta tupida red de empresas, fundaciones, institutos observatorios, consorcios y entes variopintos sirven para proporcionar ocupaciones jugosamente remuneradas a correligionarios y clientes políticos y para centrifugar el déficit obviando las restricciones del Derecho público. Otro truco frecuente consiste en funcionarizar al personal laboral para hacerlo fijo y para escapar del pago de las cotizaciones de la Seguridad Social a cargo del empleador.

Vayamos a continuación a casos concretos. Cataluña, lugar milagroso en el que los naturales de Iznájar, provincia de Córdoba, acaban convertidos en nacionalistas catalanes provistos de chuleta para no hacer el ridículo a la hora de firmar en libros de honor frases inmortales en la lengua que no les es propia, ostenta el primer puesto en volumen de deuda pública, la friolera de 29000 millones previstos para el año en curso. No es extraño que SP haya rebajado su calificación de AA- a A+ a la vista de la brillante gestión financiara del tripartito. Eso sí, el ínclito Montilla, José de nacionalmente soltero y Josep tras su unión conyugal con la nacioncilla inventada cuyos destinos rige pensando en castellano y balbuciendo en catalán, cobra unos emolumentos que casi duplican los del Presidente del Gobierno de la Nación auténtica y se ha autoregalado una pensión para su vejez que triplica la máxima legal que cobramos o cobraremos los españoles del común, consuelo en el crepúsculo de la vida que ya disfrutan, como no, Pujol y Maragall. La presidencia de la Generalitat es asistida por cincuenta cargos públicos nombrados a dedo y la vicepresidencia, tan dignamente ejercida por el filólogo especializado en lenguas indígenas de la selva amazónica, se conforma modestamente con veintidós. Su hermano, nombrado por sus obvios méritos pseudoembajador de Cataluña en Francia, reside con el debido boato a la sombra de la Torre Eiffel y percibe 88000 euros anuales. Esta que les muestro es una lista de un centenar de organismos de la Generalitat ajenos al organigrama administrativo, que nos ilustra sobre el pozo sin fondo que es el presupuesto autonómico catalán. Encontramos un Instituto Catalán de Finanzas, remedo aldeano del ICO, una Agencia de Patrocinio y Mecenazgo cuyo solo nombre despierta los peores augurios, un Instituto Catalán de las Industrias Culturales, culturales en catalán por supuesto, un Teatro Nacional, en catalán únicamente, no faltaría más, una Agencia Tributaria de Cataluña, una Agencia Catalana del Consumo, una Agencia Catalana de Turismo, un Instituto Catalán del Crédito Agrario, un Servicio Meteorológico de Cataluña cuyas isobaras se cortan al llegar a la frontera con Aragón, una Fundación Catalana del Mundo Rural, un Consorcio Sanitario Integral -me pregunto como será el Parcial- una Autoridad Catalana de la Competencia, de la Competencia catalana, se sobreentiende, y así una serie exhaustiva que cubre cualquier ámbito imaginable en el que un gobierno de mentalidad intervencionista, sectaria y colectivista puede incordiar, regular, restringir, interferir y molestar duplicando actividades, metiéndose donde nadie le llama, malgastando el dinero del sufrido contribuyente y creando a base de talonario un micro-Estado dentro del Estado para el disfrute y el medro de una nutrida tropa de aprovechados que en su mayoría tendrían serias dificultades para ser contratados en el sector privado. Los salarios medios de las cúpulas directivas de esta pléyade de pesebres confortables oscilan desde los 173000 euros anuales de Infraestructuras Ferroviarias de Cataluña hasta los 35100 de la Fundación Privada Catalana para la Enseñanza del Idioma Inglés, pasando por los 133000 de la Corporación Catalana de Medios Audiovisuales o los 92500 del Centro de Iniciativas para la Reinserción. En el momento de vacas flacas que estamos atravesando, Montilla se resiste como gato panza arriba a introducir algo de austeridad en el gigantesco entramado que encabeza y se ha apresurado a anunciar una subida de impuestos en el tramo autonómico del IRPF y en otros tributos propios o transferidos. O sea, que serán los ciudadanos de Cataluña los que deberán sacrificarse para seguir manteniendo a los miles de parásitos que viven a su costa.

En Andalucía, la prolongada era socialista ha creado un conglomerado de 170 sociedades y treinta fundaciones que le cuestan al contribuyente andaluz 4000 millones al año. En 2008, el Tribunal de Cuentas ha certificado que el sector público de la Junta habría perdido 1500 millones si no hubiera sido generosamente subvencionado por el erario autonómico. La Radio y Televisión de Andalucía, sin ir más lejos, requerirá 172 millones este año.

En Extremadura uno de cada tres asalariados es público, 97000 en total. Sólo en el Servicio Extremeño de salud hay 111 cargos directivos. Además, por increíble que suene, cada asesor o cargo político que haya prestado sus servicios a la Junta durante un mínimo de dos años recibe una compensación vitalicia de 14200 euros anuales. En el terreno de la Administración paralela, existen en Extremadura veintisiete empresas públicas, seis organismos autónomos y setenta y nueve fundaciones, institutos, gabinetes y consorcios, cuyos directivos perciben remuneraciones de setenta mil euros al año para arriba. El gasto en publicidad institucional es de cuarenta y seis millones anuales, 180000 diarios, a los que hay que añadir los veinticinco millones que se funden en Canal Extremadura TV y Radio. En plena crisis, y antes de la última reconvención de Bruselas, estaba previsto que el déficit público de la Junta de Extremadura se multiplicara por dos en 2010, colocándose en 657 millones de euros.

La escalada de la deuda pública en Castilla-La Mancha ha sido meteórica, saltando entre 2006 y 2009 de 1540 millones a 4100, un aumento del 164%.en la penúltima Comunidad española en renta per cápita. La deuda pública castellano-manchega se desbordará este año hasta 6200 millones, un 17% del PIB regional. Las dieciocho empresas públicas controladas por la Junta presidida por José Mª Barreda deben por sí solas un millar de millones de euros.

Las Comunidades uniprovinciales no van a la zaga en este galope hacia el desastre. En Cantabria, el endeudamiento se ha duplicado en los siete años de gobierno del regionalista Miguel Ángel Revilla, del 3.2% al 7.7% del PIB. El gasto en personal de la administración autonómica es ya de 840 millones y el número de empresas públicas ha pasado de treinta y siete en 2003 a sesenta y cinco en la actualidad.

Y dado que me encuentro en su grata compañía en la provincia de Castellón, un apunte sobre la Comunidad Valenciana. La deuda pública a finales de 2009 era de 14300 millones de euros, la más alta de España en esas fechas en términos de porcentaje de PIB, un 14.1%. A ello hay que sumar el endeudamiento de las veintiséis empresas mercantiles, cuarenta fundaciones y catorce entes autónomos que gravitan sobre la Generalidad, que asciende a 2300 millones. La suma de los capítulos de personal y de gasto corriente representa ocho mil millones y el total de la nómina pública autonómica valenciana ha rebasado la nada despreciable cota de 125000 empleados. El gobierno que preside mi amigo Paco Camps ha reaccionado y ha aprobado el mes pasado un plan de adelgazamiento del sector público por el que desaparecen nueve fundaciones y seis sociedades, a lo que se une una serie de medidas de ahorro en los presupuestos del presente ejercicio que incluye la congelación de las retribuciones de altos cargos, el recorte de un 5% del gasto corriente y una reducción de subvenciones de un 35%. La televisión pública tampoco escapa en su Comunidad a la tónica general y soporta una deuda de 1050 millones de euros con una plantilla de 1600 personas entre funcionarios y laborales.

Si trasladamos nuestra atención a la Administración local, lo que descubrimos es un paisaje plagado de desequilibrios y prodigalidades tan inquietantes como los de las Comunidades Autónomas. De entrada, en España hay demasiados municipios, nada menos que 8100, cuando el Reino Unido, que tiene sesenta y tres millones de habitantes, se maneja aceptablemente con cuatrocientos treinta y tres entes locales. Una de las medidas que ha tomado Grecia para evitar la ruina a la que estaba abocada ha sido la reducción de su millar de municipios a trescientos cuarenta, con lo que sus 50000 alcaldes y concejales quedarán en la mitad. A los españoles nuestros 74000 ediles nos costaron en 2009 504 millones de euros y sus asesores, 297 millones. El gasto de personal de los Ayuntamientos se estima en 23000 millones con los que se satisfacen los emolumentos de 655000 empleados, por cierto, 40000 más que al inicio de la crisis. Es curioso que en una encuesta realizada por el ministerio de Administración Territorial un tercio de los alcaldes no sabía cual era su profesión anterior, es decir, que no había tal profesión anterior. En concordancia con esta respuesta, el perfil medio de un alcalde español es el de una persona con estudios elementales y que repite mandato. Según consta en el ministerio de Hacienda, la deuda del conjunto de los consistorios españoles se situó en 2009 en 35000 millones, un 8% por encima del año anterior y el doble que en 1995, y dentro de la misma es revelador señalar que cerca de 8000 millones corresponden al agujero generado por las empresas municipales, que han requerido créditos cuyo aumento en 2009 fue del 38.3% respecto al año anterior y un 77.8% desde que empezó el cataclismo financiero en el que nos debatimos. Un país en el que municipios de veintiocho habitantes, como el de Palo, en la provincia de Huesca, debe 6100 euros por habitante, o de setenta y seis, como Ochánduri, en La Rioja, debe 9250, requiere una seria revisión de su Administración local. Aparte de la necesidad de agrupar municipios y mancomunar servicios, es recomendable liberar a los poderes locales de actividades que no les corresponden y que deben estar a cargo de las Autonomías o del gobierno central, como la educación, la sanidad o la seguridad. Resulta difícil de explicar que el Ayuntamiento de Madrid tenga 7500 policías más otros 1200 agentes de movilidad. Tampoco se entiende porqué los consistorios de la Villa y Corte y de Zaragoza son titulares de sendos hospitales o porqué el de Jerez financia un zoo y un circuito de carreras de motos, por no mencionar la proliferación de televisiones y radios municipales. El intento súbito y desesperado de la ministra de Economía y Hacienda de prohibir por decreto a los Ayuntamientos suscribir deuda a largo plazo ya en este ejercicio presupuestario tuvo que ser rectificado inmediatamente después de su publicación en el BOE para diferirlo a 2011, lo que abre paso a que los Ayuntamientos se entrampen hasta las cejas en los próximos seis meses. La excusa de que lo que se corregía era una simple errata ha cubierto de ridículo a un Gobierno que corre en círculos como un pollo descabezado y puede dar lugar a procedimientos en los tribunales contra la norma definitiva con la consiguiente inseguridad jurídica.

Otro parámetro muy útil para hacerse una idea sobre las repercusiones del desarrollo autonómico es el número total de funcionarios del Estado y su distribución entre los tres niveles de la Administración, así como su evolución en el tiempo. En este punto no se puede olvidar que las meras comparaciones con otros países no son suficientes para juzgar la bondad o la racionalidad de una determinada política. Es frecuente escuchar el argumento de que España no tiene un número excesivo de funcionarios porque nuestro gasto en el capítulo I, un 10.7% sobre PIB en 2008, fue inferior al de Francia, un 12.7%, al de Italia, un 10.9% o al del Reino Unido, un 11.1%, y es similar al de Estados Unidos, un 10.1%. Sin embargo, el criterio a aplicar ha de tener en cuenta otros factores, como la eficiencia de la Administración, la rapidez de su crecimiento, la calidad de los servicios recibidos por los ciudadanos o la riqueza del país en términos absolutos. En función de estos elementos, un 10.7% del PIB dedicado a gastos de personal puede ser aceptable, puede ser excesivo o puede ser un lujo imprudente. Por otra parte, este porcentaje puede variar significativamente de un año a otro. En 2009, por ejemplo, llegó al 12.4%. No hay que olvidar que en 1978, cuando se aprobó la Constitución, España se las apañaba con 700000 funcionarios repartidos entre la Administración central y la local, porque el Estado de las Autonomías era entonces sólo un proyecto. Hoy hemos sobrepasado los tres millones de asalariados públicos, cuadriplicando por tanto el número de españoles pagados por el contribuyente, y habrá que ver si este incremento espectacular del tamaño del Estado ha dado los frutos esperados en relación a nuestra calidad de vida, a la solidez de nuestras cuentas públicas y a la competitividad de nuestra economía. Con independencia de estas apreciaciones cualitativas, en un terreno puramente cuantitativo los datos son sobrecogedores. El año pasado, el peor de nuestra historia en déficit público desde los Reyes Católicos, un 11.2% del PIB, el gasto total en personal del sector público marcó un record de 124300 millones, duplicando el registrado en 2000 y superando la suma de los ingresos por IRPF, IVA y Sociedades. Ahora bien, lo que resulta llamativo y nos da una medida de la irresponsabilidad rayana en la insensatez del Presidente del Gobierno es que en el período comprendido entre mediados de 2007 y finales del 2009, con la crisis ya desatada y con la recaudación fiscal en caída libre, el número de empleados públicos en España creció en 135000 mientras se destruían un millón y medio de puestos de trabajo en el sector privado. La masa salarial pública aumentó en estos dos años y medio un 15.2% a la vez que la privada se contraía un 2%. Visto desde otro ángulo, en 2009 de cada diez euros cobrados por los trabajadores en su conjunto, cuatro fueron a los bolsillos de empleados de las distintas Administraciones o de las empresas y organismos públicos. Entrando más a fondo en la estructura del crecimiento de la nómina del Estado, procede analizarla por niveles de la Administración En 2000, había en España 770000 empleados en las Autonomías, 482000 en los entes locales y 514000 en la Administración central. Transcurrida una década, la distribución en 2009 era 1700000 en las Comunidades Autónomas, 660000 en la Administración local y 510000 en la Administración central, con un incremento global de unos 700000 asalariados públicos. En fin, que Nerón tañendo la lira ante el incendio de Roma era un modelo de gobernante mesurado y prudente al lado del inefable Zapatero.

Un tópico que se debe denunciar por falso es el de que los trabajadores del sector privado cobran más que los del sector público, compensándose así su mayor inestabilidad en el empleo. Sucede exactamente lo contrario. De acuerdo con cálculos de la EPA, en 2009 un empleado público costó una media de 40600 euros al año, mientras que en el sector privado el salario promedio fue de 26800. Por tanto, los asalariados de las empresas privadas y los autónomos no sólo sufren la precariedad de su puesto de trabajo, sino que además ganan menos que los funcionarios. Esta intolerable discriminación es el resultado de la voracidad desatada de una clase política únicamente atenta a ensanchar su esfera de influencia y de poder con absoluto desprecio del interés general y la más absoluta ignorancia de los mecanismos que en las economías libres posibilitan la prosperidad y el progreso.

Y hablando de prosperidad y de progreso, un elemento esencial de la creación de riqueza y empleo es la unidad de mercado. El proyecto de integración europea ha consistido básicamente en la articulación y vertebración de un gran mercado común que abarque todo nuestro continente en el que imperan las célebres cuatro libertades de circulación de personas, bienes, capitales y servicios. En España, paradójicamente, estamos empeñados hace tres décadas en avanzar en la dirección de dotar de mayor tamaño y cohesión al mercado único europeo mientras de puertas adentro procedemos a una continua fragmentación de nuestra Nación en los campos comercial, administrativo, fiscal y laboral. Hay dos aspectos de un mercado unificado que son determinantes para su éxito, su tamaño y la calidad de su regulación. En 1988, el Informe Cecchini, elaborado a petición de la Comisión en pleno auge del debate sobre el mercado interior, estimó los efectos de la eliminación de barreras a la libre circulación en el seno de la entonces Comunidad Europea en una horquilla entre un 4% y un 7% del PIB comunitario. Como es lógico, el mercado interior salió adelante por los evidentes beneficios que aportaba a los ciudadanos europeos. Me pregunto si los sucesivos gobiernos de España desde la Transición han sido conscientes de esta rotunda realidad económica. La respuesta no es difícil y es, desde luego, deprimente. Y es que el problema se encuentra en los fundamentos mismos de nuestro sistema político. En la Constitución de 1978 no existe una prohibición expresa de que las normas y las políticas autonómicas dificulten o deterioren el comercio supraautonómico y la unidad de mercado nacional. En el precario equilibrio entre los principios de unidad de mercado y de autonomía política, el Tribunal Constitucional nunca ha acabado de establecer que la unidad de mercado debe ser una limitación objetiva al proceso de descentralización. En los Estados federales más avanzados y logrados del mundo, este asunto queda constitucionalmente resuelto. El ejemplo de Estados Unidos es clarísimo al respecto porque su Constitución contiene una cláusula sobre comercio interestatal y porque la Federal Trade Commission vela por su estricto cumplimiento. Aunque este tema puede parecer muy técnico, sus consecuencias prácticas son de gran calado. Las economías con rentas per cápita más altas son aquellas con mejor calidad de su regulación y el desbarajuste normativo que padecemos en España, con más de cien mil leyes y reglamentos en vigor gracias al galimatías autonómico, nos restan cada año unos cuantos puntos de crecimiento, lo que se traduce en la pérdida de bastantes decenas de miles de millones de euros.

Por incómodo que les resulte a algunos, está sobradamente demostrado que no existe una correlación estadísticamente significativa entre descentralización creciente y mayor eficiencia económica. En cambio, lo que sí ha probado la experiencia en muchos países es que la multiplicidad de Administraciones y la inflación legislativa consiguiente no sólo genera un incremento perturbador de la producción normativa, sino que también es la causa de un empeoramiento de la calidad de la regulación. En España lo sabemos perfectamente: Las Comunidades Autónomas han venido manifestando una serie de vicios derivados de la cercanía a los administrados, que con frecuencia anulan las ventajas, que tampoco hay que negar, de la descentralización. Más corrupción, más clientelismo, más proteccionismo, más gasto innecesario causado por la necesidad de justificar la propia existencia. A ello hay que añadir, en los territorios en los que el nacionalismo es hegemónico, los excesos megalómanos y horteras de los constructores de naciones imaginarias dotadas de caricaturas de estado. Un desarrollo de las Autonomías sin final previsto y permanentemente abierto nos ha conducido vía la deconstrucción del Estado y el debilitamiento del sentido nacional a una grave erosión de la unidad de mercado y a la aparición gradual y constante de barreras culturales, lingüísticas, emocionales, educativas y legislativas, que nos someten a elevados costes de transacción y que dificultan la creación y el buen funcionamiento de las empresas. Estaba cantado que tales veleidades de nuevo rico se acabarían traumáticamente cuando llegase un cambio negativo de la economía y así ha sido, para nuestra desgracia. En este contexto, Zapatero decidió en mala hora lanzarse a un proceso de cambios constitucionales de notable alcance disfrazados de reformas estatutarias que amenazan con convertir España en una deshilachada confederación plagada de asimetrías, duplicaciones, ineficiencias y derroches. Ahora la fiesta ha acabado y nos atormenta una monumental resaca. El espectáculo es desolador. En las Comunidades prisioneras del nacionalismo tribal la sociedad está dividida en cinco categorías de personas, los fanáticos, los aprovechados, los indiferentes, los pusilánimes y los que están haciendo la maleta para unirse a los miles que ya se han marchado. La lucha heroica de una minoría lúcida y patriótica adquiere tintes dramáticos en un clima general de hedonismo acomodaticio y de particularismo exacerbado. En las demás Comunidades, las gobernadas por uno de los dos grandes partidos nacionales, la gente oscila entre el desconcierto, la inquietud y la exigencia de no ser menos que ninguna otra. La pérdida de rumbo es completa y apenas hay indicios de que lo podamos recuperar.

Pero no nos recreemos en la desgracia y volvamos al resquebrajamiento de la unidad de mercado. Hemos alcanzado un punto en el que las leyes no son valoradas por su capacidad de responder a los problemas reales de los ciudadanos en función de los objetivos que marcan y de los medios que proporcionan, sino por la posible invasión de competencias autonómicas que pueden acarrear. En la España actual, es más importante el respeto a vetustos derechos históricos que dar a las personas más oportunidades de mejorar sus condiciones de vida y de trabajo. En política fiscal, nos acechan aquí y allá fantasiosas deudas históricas que nos cuestan un ojo de la cara y el Estatuto de Cataluña ha iniciado el camino de la fragmentación de la Administración tributaria, preparando el terreno para la evasión, la arbitrariedad y el clientelismo. En materia de organismos reguladores, nos aproximamos peligrosamente a la confederalización del Consejo de Administración de RTVE, de la CNE, de la CVMV, del Banco de España y de la CNMT, con la sustitución de los criterios de competencia e independencia por los de reparto por cuotas territoriales y de obediencia política. En política comercial, las Autonomías representan el principal obstáculo a la liberalización y prácticamente ninguna Comunidad aprovecha al máximo las posibilidades del marco estatal en libertad de horarios comerciales y de establecimiento. Los requisitos de etiquetaje, rotulación y publicidad en lenguas cooficiales y la obligación de presencia física y jurídica en la Comunidad para poder acudir a licitaciones públicas son otras tantas barreras a la movilidad y a la rentabilidad de las empresas. En ordenación urbanística y vivienda, las competencias exclusivas de las Comunidades Autónomas han encarecido el suelo, propiciado la burbuja inmobiliaria y sembrado la corrupción por doquier. En educación y sanidad, la unidad de mercado ha sido definitivamente pulverizada. Diecisiete sistemas educativos y diecisiete sistemas de salud incrementan los costes, reducen la movilidad de los profesionales de la medicina, de las familias y de los alumnos y erosionan la calidad de estos servicios. En la enseñanza superior, la inexistencia de un núcleo duro curricular de implantación nacional y la proliferación de universidades públicas a razón de una por provincia como mínimo, han frenado la creación de centros de excelencia nacionales y han generalizado la endogamia en estudiantes y profesores. Tasas de matriculación bajas y escasez de becas-salario hacen que la parte más gravosa de los estudios superiores sea el alojamiento y no es extraño que menos del 10% de nuestros universitarios estén matriculados en centros situados en otras Comunidades distintas a la suya de origen. Así se explica que dentro de las doscientas mejores universidades del planeta no haya ninguna española. Habida cuenta que en los mercados globales un factor clave de competitividad es el capital humano, no parece que nuestro Estado de las Autonomías contribuya a nuestro éxito como país en este ámbito. En lo referente a condiciones laborales, las marcadas diferencias entre Comunidades en niveles salariales y en tasas de paro están directamente relacionadas con la heterogeneidad de marcos regulatorios que bloquean la correcta articulación de un mercado de trabajo de dimensión nacional. Asimismo, las competencias que muchos de los nuevos Estatutos atribuyen a las Autonomías en regulación de colegios profesionales van a poner trabas sin duda a la libre movilidad de sus titulados con el consiguiente perjuicio para la actividad económica.

De todo lo expuesto se desprende que el Estado de las Autonomías se nos ha ido de las manos y es ya financieramente insostenible y económicamente ineficiente. En el siglo XXI, los países basan su competitividad en los mercados globales en sus recursos humanos, en la iniciativa y el talento de sus emprendedores y en su capital físico y financiero. Nuestro desarrollo autonómico no nos ha ayudado precisamente a mejorar en cada uno de estos factores, sino más bien lo contrario. Tenemos un Estado cada vez más residual que pugna por sobrevivir atrapado entre una Unión Europea crecientemente poderosa y unas Comunidades Autónomas que se le escapan. Con el fin de poner algo de orden y cordura en el desbarajuste autonómico español, se han sugerido diversas líneas de actuación, pero lamentablemente casi todas son ya inaplicables o insuficientes. La adopción de leyes de coordinación o armonización para mantener un cierto control sobre los gobiernos y los parlamentos autonómicos después de la última ola de reformas estatutarias y, en especial, de la catalana, está condenada al fracaso, sin olvidar que la abundancia de los “sin prejuicio” en nuestra Carta Magna y los escrúpulos del Tribunal Constitucional a la hora de embridar el principio de autonomía siguen proyectando su sombra sobre cualquier intento de reconducir el proceso autonómico. Los estudios de impacto de las leyes estatales y autonómicas sobre la unidad de mercado, los informes de la Agencia de Evaluación de Políticas Públicas, los eventuales toques de silbato de la Comisión Nacional de la Competencia, la revitalización del artículo 149 de la Constitución, equivalen a estas alturas de la película a salir a cazar rinocerontes con una escopeta de aire comprimido. Para decirlo sin disimulo, únicamente nos quedan dos opciones: la reforma constitucional para fortalecer el Estado y devolver a la Nación su cohesión o la libre competencia entre Autonomías en un Estado confederal en el que las instancias centrales actúen nivelando desigualdades flagrantes y facilitando marcos de cooperación entre Comunidades en el estrecho espacio presupuestario y legislativo que las Autonomías tengan a bien concederle. La primera requiere un pacto de Estado entre los dos grandes partidos nacionales tras la derrota de Zapatero en las urnas y un cambio copernicano de la mentalidad de sus cúpulas. La probabilidad de que esto suceda, visto lo visto, es remota. La segunda implica la ruina económica y la disgregación de España. Siento decir que la inercia de los acontecimientos, el perfil de nuestros dirigentes políticos y la inconsciencia y la debilidad de nuestra sociedad civil, nos empujan hacia ella sin que por el momento nadie con capacidad real de intentarlo parezca dispuesto a liarse la manta a la cabeza.

Curiosamente, y acabo con esta observación, la crisis galopante que nos devora y nos coloca al borde de la quiebra colectiva quizá nos haga reaccionar. La dureza con la que la recesión nos está golpeando, la humillación de ver a nuestros gobernantes reprendidos como colegiales en el Consejo Europeo, los rumores interesados o no, sobre una inminente intervención de España por parte de la Unión Europea y el FMI, las pensiones congeladas, los salarios recortados, la impotencia y la incompetencia de la clase política, están haciendo que muchas conciencias empiecen a despertar y que vaya cuajando una demanda social masiva de un recio golpe de timón. La idea de que hemos vivido demasiado tiempo sujetos a un marco conceptual y estratégico erróneo se afianza lenta pero inexorablemente en la percepción de millones de españoles. No perdamos la esperanza de que si, tal como escribió Baroja, la desgracia hace discurrir más, la adversidad que nos aqueja sea el revulsivo que despierte la energía y el coraje dormidos de una España que por su envergadura histórica y por la magnífica gente que hoy la puebla sigue estando llamada a lo más alto por mucho que se empeñen unos cuantos en rebajarla al ras de su insignificancia rencorosa.