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HABLAR EN PELIGRO

La fría noticia, sucia y triste, informa que unos profesores peninsulares, a los que ha correspondido juzgar unas pruebas académicas de habilitación docente en la Universidad de La Laguna, han sido brutalmente agredidos en Santa Cruz de Tenerife por dos jóvenes, que los estaban esperando a la salida de una cafetería, de la que previamente habían sido desalojados por insultarlos y amenazarlos. Los insultos y amenazas de los agresores no dejaron lugar a dudas sobre el motivo inequívoco de la agresión: el origen peninsular de los agredidos, revelado por su acento. Y las expresiones más repetidas durante la agresión se referían a que los peninsulares -ellos, como uno de los insultos, decían ‘godos’- «nos están invadiendo» y cosas semejantes.

Uno de los agredidos ha tenido que ser intervenido de lesiones oculares, no graves por fortuna. Y de uno de los agresores, de los que sólo se facilitan las iniciales de su apellido, se nos dice que «fue puesto en libertad después de prestar declaración». En este país sale francamente barato causar lesiones a alguien, y es probable que los heridos sufran más complicaciones burocráticas, mayores molestias, y, por supuesto, gastos superiores a sus agresores, que no tendrán ninguno.

Por razón de su oficio, los profesores universitarios suelen transitar con
frecuencia por unas partes y por otras, y, a buen seguro, los agredidos no han sufrido una experiencia igual en ningún viaje anterior durante toda su vida profesional. Porque son unos hechos que conectan con la xenofobia y el racismo incrustados en nuestras lacras más reprobables. El odio al de fuera y a lo de fuera, que siempre -en Canarias también, desgraciadamente- se nutren de la inseguridad, la ignorancia y el complejo de inferioridad. Desde algunos sectores se ha intentado minimizar los hechos, y ponerlos en relación con los preocupantes comportamientos de demasiados jóvenes de hoy, con las agresiones a indigentes, con el acoso escolar, con el botellón y las drogas, con el bajo rendimiento y el pobre nivel de numerosos estudiantes españoles, y con cosas semejantes. Es cierto que una generación española ha
fracasado en la educación de su hijos, y que muchos adultos tendrían que reconocer que delegar sus responsabilidades en la escuela, y después apoyar la sinrazón de sus hijos en contra de los propios educadores en los que delegaron, no es precisamente un comportamiento responsable ni defendible. Sin embargo, no se trata de eso: se trata de algo todavía peor. Para la pobre mente de los agresores, el problema de Canarias es que unos profesionales cualificados vengan a colaborar con una de nuestras Universidades y, una vez cumplido su trabajo, charlen pacíficamente en un lugar público con el acento que aprendieron cuando aprendieron a hablar. Para ellos el problema no es que las mafias extranjeras campen por sus respetos en nuestras zonas turísticas. Para ellos el problema no es que unos
asesinos a sueldo puedan llegar en avión, matar a un matrimonio inglés en el sur de Tenerife por un oscuro asunto de time-sharing, y marcharse tranquilamente, mientras aquí nos entretenemos elucubrando sobre una policía autonómica útil para decorar edificios públicos y acompañar a políticos no menos públicos. Y mientras tanto el delegado de Gobierno gasta su tiempo en afirmar que los barcos y los pesqueros nodrizas, que han sido sorprendidos llevando hasta nuestras costas pateras perfectamente equipadas, en realidad no existen. Para ellos el problema no es la corrupción social y política que
periódicamente nos azota ante la cansada -y resignada- indiferencia de la opinión pública. Para ellos el problema no es nuestro preocupante déficit de infraestructuras y la precariedad de nuestros equipamientos más elementales, como los energéticos. Para ellos el problema son los peninsulares y su acento.

En este repugnante caso, además, se da una circunstancia paradójica, que lo convierte en grotesco. Uno de los agredidos, justamente el que corrió peor suerte, es un peninsular, en concreto de origen leonés, que lleva viviendo entre nosotros más tiempo que la edad de sus agresores, y que ha aportado infinitamente más a la investigación y al estudio de la cultura canaria que la inmensa mayoría de los canarios y que, desde luego, que los canarios que le agredieron por hablar con acento peninsular. Es Maximiano Trapero, catedrático de la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria, un intelectual de reconocido prestigio con contribuciones fundamentales para el conocimiento de nuestra realidad cultural, que, por añadidura, ha difundido fuera de las Islas en los más altos niveles académicos.

Lo sucedido puede ser un hecho aislado. Pero refleja unos sentimientos y unas opiniones que se encuentran peligrosamente extendidas y que deberían hacer reflexionar a algunos de los formadores de opinión de este Archipiélago, que se dedican a intoxicar a la ciudadanía con análisis falsos y sesgados sobre las cuestiones poblacionales e inmigratorias y sobre el desarrollo llamado sostenible, presentando como verdades científicas simples coartadas legitimadoras de intereses y prejuicios inconfesados. Que pontifican sobre la limitación de los territorios insulares y sus recursos, y sobre la capacidad de carga poblacional de las islas, igual que si viviésemos en una civilización agraria premoderna, preindustrial y pretecnológica. Y que nunca aclaran que la población es una variable del análisis económico, y que una sociedad endogámica está siempre abocada a la
degeneración y a la decadencia.

En cuanto al lenguaje, también algunos de nuestros responsables lo usan de manera perversa. Sin ir más lejos, el Plan Canario de la Inmigración, aprobado por el Foro Canario correspondiente, integrado por representantes sociales y políticos, utilizaba hace unos tres años la palabra ‘godos’ para nombrar a los españoles de la Península y Baleares. Y ante las críticas surgidas en la opinión pública y los medios de comunicación, un miembro del Gobierno canario se permitió aludir a «los diferentes usos del lenguaje referentes a quienes vienen de fuera». Ocultaba así que es una palabra similar a ‘charnego’, utilizada en Cataluña para designar despectivamente a los españoles no catalanes, incluyendo a los canarios, y ‘maketo’, usada en el País Vasco con la misma función. Que en todos los casos está suficientemente documentado su carácter ofensivo y despreciativo, y que en todos los casos se refiere a personas que van a esas regiones a trabajar y
que conviven con los naturales. Y que ni los más enloquecidos nacionalistas de esos territorios se han atrevido -ni rebajado- nunca a usar esos términos en sus documentos, oficiales o no.

Si los agredidos hubiesen estado charlando en alguno de los idiomas
extranjeros que conocen no hubiera pasado nada. Sus agresores no hubieran reparado en ellos. El problema es que no sabían que en estos peñascos atlánticos hablar peninsular puede ser peligroso. No sabían que puede ser hablar en peligro. Y que hay gente que fomenta que lo sea.